Ante la página en blanco, me gusta cambiar de registro. Si ayer dediqué mis líneas a describir la noche, hoy me corresponde pintar el día con palabras, porque no soy un articulista vinculado a la política, ni al arte, ni a la sociedad, ni al deporte… Picoteo aquí y allá, porque de lo contrario me aburro. Sin embargo, he decidido volver a reflexionar en voz alta acerca de la institución y familia a la que dediqué mi artículo del mes pasado, es decir, el Rey y los suyos. Si el protagonista de la anterior columna fue Don Juan Carlos I y los revuelos mediáticos de baja estofa, ahora le corresponde el turno a Don Felipe VI, por su grandeza demostrada ante los afectados por las riadas. Y hago firme propósito de no dejarme llevar por una loa gratuita, de las que se estilan en las camarillas de palacio, en la corte aduladora que lanza pétalos allí por donde pisan los monarcas.
No en vano, la adulación es incompatible con la desventura de aquellos a quienes el limo podrido ha enterrado a sus familiares, amigos y vecinos. En ese paisaje infernal y fétido no hay aplausos ni vivas, tampoco concentraciones de curiosos que pretenden estrechar la mano del Jefe del Estado, ni autoridades que se aprietan en la tarima para salir en la foto, ni banderas oficiales ni bandas de música. No hay un par de niñas vestidas de domingo encargadas de entregar un pequeño ramo de flores a la Reina, ni exclamaciones improvisadas, alentadas por el fervor del momento –“¡Guapa! ¡Guapa!”–, con las que agasajar a la otrora periodista como si se tratara de una estrella norteamericana del cine de los cincuenta. No hay entrega de llaves de oro por parte de la corporación municipal, ni saludos a la multitud desde el balcón del ayuntamiento. No hay cohetes ni petardos en esa tierra tan vinculada a la pólvora festiva, ni maleducados que se pelean por sacarse una fotografía con el móvil junto al Señor de la impecable barba recortada.
Creí que en la primera de las visitas de Felipe y Letizia a los pueblos devastados, en vez de vítores reinaría el silencio, un mutismo triste y pegajoso como el barro, quizás una colección de justificados ayes por parte de quienes tienen tantísimo por lo que llorar. Supuse que el desconsuelo rompería el corazón de la Reina, quien terminaría por mezclar sus lágrimas con esos compatriotas a los que –desde que sucedieron las torrenteras– nos sentimos tan unidos. Conjeturé una reacción más contenida por parte del Rey, al que intuí apoyando sus manos en los hombros de todos aquellos que irían a romper el ánimo ante su presencia. Me pareció verlo apretando los labios, regalando serenas palabras de aliento, dándoles a saber que la Corona les representa y que, por tanto, ellos también son parte de la Corona.
Reconozco lo equivocado que estuve: el mundo entero los vio caminar bajo ráfagas de fango, y escuchó cómo los vecinos coreaban a una sola voz un rabioso “¡Hijos de puta!”, de qué manera aquellos que tenían el espíritu más encendido se hacían con latas, con piedras, con cualquier deshecho para tratar de estrellarlo en los paraguas de la comitiva. Un escolta recibió un golpe que le abrió la cabeza, por la que caía un reguero de sangre, otros miraban al cielo de soslayo, no les fuera a caer encima un frigorífico rebozado en légamo.
Sí que hubo lágrimas, pero de rabia, incluso de ira. Y las interjecciones de dolor cristalizaron en gritos furiosos y en sartas de insultos. Entre los miembros de la comitiva (sobre todo entre los agentes de seguridad), corrió el escalofrío de un posible linchamiento, de un doble regicidio a puñetazos y patadas. «¡Vámonos, vámonos!», pronunciaría alguno entre dientes, lo suficientemente alto para que llegara a oídos de Don Felipe. «¡Cubridles por completo con los paraguas!», ordenaría otro al ver salpicaduras de inmundicia en el rostro de los Reyes.
Ante la vileza del personaje, me quedo con Don Felipe y Doña Letizia, que lograron trocar el encono de aquellos hombres y mujeres tintados de lodo, por el calor de un abrazo.
La templanza de los monarcas tuvo que dejarles pasmados. En la cúspide del amago de motín, cuando la balanza parecía inclinarse a favor de la furia incontrolable, Felipe VI recurrió a la dignidad aprendida en Casa, al uso más noble del honor, al mandar a su gente que cerrara los paraguas para que todos pudieran verle, y que las víctimas y voluntarios que le chillaban de frente, se acercasen para poderles escuchar y para que le escucharan a él, asumiendo la contingencia de que pudieran descalabrarle: era el precio que estaba dispuesto a pagar por ser el Rey de los desamparados.
La Reina, por su lado, también renunció a la protección de los parasoles, ajena al barro que le ensuciaba la cara. Atendió compungida la reclamación de los afectados, y se rompió con ellos, y les pidió perdón como si la culpa de la tempestad, de las corrientes asesinas, de la mala gestión también fuese suya.
Todo hubiera sido distinto si el presidente del Gobierno no hubiera buscado el parapeto del matrimonio real para dejarse ver por el corazón del desastre. Porque fue él, sobre todo él, el foco de aquella cólera desatada, la diana a la que iban dirigidos los proyectiles mezcla de arena, pesar y agua. Reculó ante la primera andanada y huyó, abandonando a su suerte al Jefe del Estado y a su esposa, una decisión incompatible con la responsabilidad de su cargo que le perseguirá a lo largo de toda su vida. Ante la vileza del personaje, me quedo con Don Felipe y Doña Letizia, que lograron trocar el encono de aquellos hombres y mujeres tintados de lodo, por el calor de un abrazo.
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