Rara vez un atuendo de servicio ha causado tanto furor como el traje usado por los médicos durante la peste. Sus máscaras de pico con ojos redondos de cristal combinadas con capotes negros los transformaban en cuervos gigantes de aspecto a veces estrafalario, a veces amenazador.
Pero la ridiculización estaría fuera de lugar, porque los uniformes de cuerpo entero están tan actuales como entonces, debido a nuevas epidemias, como la del ébola o la COVID-19. Sin embargo, los profesionales de la salud que hoy atiendan a las personas infectadas evocan más a los astronautas que caminaron dificultosamente sobre la luna hace 50 años.
Desde la antigüedad los médicos han intentado curar a los enfermos, ya sea en India, Arabia Saudí, Grecia o los imperios romanos y bizantino, explica Victoria Rodrigues O´Donnell, miembro del personal del Museo de la Moda y el Textil de Londres, especialista en moda y textiles, quien ha repasado la historia de la ropa médica desde la Edad Media hasta nuestros días.
Médicos, gigantescos cuervos en el reto contra la peste negra
A medida que se fue extendiendo el cristianismo en la Europa medieval los hospitales construidos en las ciudades con diversos fines caritativos fueron muy frecuentados: en ellos no solo se trataba a los enfermos, sino que también se alojaba a leprosos, peregrinos y sobre todo, a gente pobre. Esto significa que se habían creado instituciones donde se pudieron desarrollar los preceptos de una vestimenta profesional propia. Al mismo tiempo los médicos exclusivamente masculinos fundaron escuelas de medicina e idearon terapias. Durante las grandes epidemias de peste del siglo XIV, por ejemplo, intentaban curar a los infectados con sangrías o les colocaban ranas y sanguijuelas en los bubones para restablecer el equilibrio del organismo, según la doctrina de los cuatro humores.
Para estas tareas los municipios contrataban médicos de la peste muy bien pagados, cuyo vestuario se ha convertido en icónico: llevaban un traje de cuerpo entero compuesto por una amplia capa con capucha, guantes, pantalones y botas, todo hecho de cuero recubierto de cera, que se suponía sellaba contra los fluidos corporales de los pacientes. Un bastón con el que podían palpar a los infectados y al mismo tiempo mantenerlos a distancia completaba su traje.
Lo más llamativo era la máscara de pico con aberturas oculares de cristal, que le valió a sus portadores el apodo de «Doctor Pico». Fue probablemente Charles de L´Orme, el «primer médico» de la corte de Luis XIII, quien concibió este «atrapaojos» hacia 1650.
La idea consistía en introducir hierbas aromáticas o especias en la mucosa nasal y filtrar así los vapores nocivos (llamados «miasmas«) del aire que se respira. Enebro, ámbar gris, melisa, menta, alcanfor, clavo, mirra, rosas o resinas, se consideraban sustancias aromáticas desinfectantes. Especialmente popular desde la antigüedad era la «señora de los remedios», la teriaca, que podía contener hasta 300 sustancias, incluida la carne de serpiente.
En Alemania los «médicos de pico» eran desconocidos
Contrario a un mito común, la característica máscara de pico no fue en absoluto un invento de la Edad Media, sino de principios de la época moderna y más aún, un fenómeno meramente marginal, ya que solo se utilizaba en Francia e Italia.
Tiempo después, sobre todo en el siglo XIX, las estampas y los grabados en cobre popularizaron estas figuras de pájaros en Italia, tanto que pronto se convirtieron en parte integrante del carnaval veneciano como la figura artística del medico della peste lo fue para el Commedia dell´arte.
Para nosotros, que conocemos la bacteria Yersinia pestis, a las pulgas como hospedadores intermediaros en su trayecto de las ratas a los humanos y la transmisión a través de aerosoles y gotitas, es de suponer que los médicos de la época apenas consiguieran protegerse con sus métodos y mucho menos ayudar a los enfermos. La peste de Justiniano en 561, por ejemplo, causaba el deceso de hasta 10.000 personas al día y la peste negra acabó con hasta un tercio de la población europea entre 1334 y 1372.
Sangre y pus en la levita del caballero
No obstante tales catástrofes, los médicos del siglo XV y hasta principios del XIX preferían las levitas como signo de su respetabilidad y en Inglaterra, de su condición de gentleman, afirma O´Donnell. Estas chaquetas con doble hilera de botones y solapas ajustadas hasta la rodilla, normalmente de tela oscura, preferiblemente negra, rara vez azul, se decía que a menudo «goteaban sangre y pus» porque se manchaban durante las operaciones.
Aproximadamente a partir de 1850 la profesión cambió, se elaboraron normas formales para las titulaciones, los centros de enseñanza y las sociedades científicas. Esta normalización permitió a los médicos estudiados distinguirse, por un lado, de bañistas, barberos, cirujanos de campo o médicos de heridas con formación artesana y por otro, de los «curanderos» no autorizados a menudo de dudosa reputación, es decir, de los «vendedores de pociones milagrosas»
Durante aquellas décadas también se descubrió la importancia de la higiene, razón por la cual los profesionales de la medicina adoptaron las batas blancas como seña de limpieza y pulcritud.
La practicidad triunfó sobre la distinción
En 1889 el cirujano estadounidense William Halsted introdujo los guantes de goma para su práctica profesional y pronto se convirtió en un ritual usar guantes estériles, batas y mascarillas antes de las operaciones. Así nació también la idea de los equipos de protección individual. Tras la Primera Guerra Mundial se empezaron a utilizar cada vez más para otras actividades médicas, especialmente durante la gripe española de 1918.
Pero cada vez más a los cirujanos les cansaban las prendas blancas bajo la luz deslumbrante de los quirófanos, que también eran blancos. Por ello, en las décadas de los años 60 y 70 cambiaron al verde claro o azul, que sigue siendo habitual hoy en día, para crear un contraste. A las batas quirúrgicas les llama scrubs (to scrub, limpiar algo restregándolo) y a los asistentes de quirófano scrub nurses, en alusión a los procedimienos de limpieza y desinfección previos a las intervenciones.
Hubo otra razón por la que el dominio de las batas blancas empezó a flaquear: fomentaban el elitismo y la distancia o incluso podían intimidar a los enfermos. Esta era la crítica en aquella época del movimiento estudiantil del 68. Por tanto, en algunas especialidades, sobre todo en psiquiatría, los médicos optaron por cambiar a un aspecto más cotidiano para relacionarse con los pacientes a su mismo nivel.
Sin embargo, muchos médicos se han mantenido fieles a la bata blanca con el argumento contrario: inspira confianza y expresa orgullo por una profesión que salva vidas.
Las enfermeras se orientaban hacia las costumbres religiosas
En la vestimenta de las enfermeras se han observado tendencias en parte paralelas y en parte divergentes a lo largo de los siglos. En la Edad Media el cuidado de los enfermos solía ser responsabilidad de las monjas, por lo que la vestimenta de las enfermeras se basaba en el hábito conventual: largas túnicas oscuras y velos que solo dejaban al descubierto el rostro, prendas siempre sencillas que reflejaban humildad y rechazo de los bienes materiales.
Este estilo piadoso permaneció prácticamente intacto hasta que se inició un cambio en la segunda mitad del siglo XIX, como ocurrió con la vestimenta de los médicos. Florence Nightingale fue una pionera: estableció una formación laica para las enfermeras al fundar la Escuela de Enfermería Nightingale en el Hospital St. Thomas de Londres en 1860.
Para ella se basó, por un lado, en su propio aprendizaje en la Institución de Diaconisas de Kaiserswerth (Alemania), y por otro, en su experiencia como enfermera de soldados durante la guerra de Crimea. Estipuló que las enfermeras debían abstenerse de llevar accesorios de moda, ya que las crinolinas, por ejemplo, podían restringir la movilidad, mientras que otros artículos, como las almohadillas para inflar el pelo, podían perturbar el ambiente tranquilo de las salas al resaltar los encantos femeninos.
Asimismo, Nightingale quería evitar las alusiones religiosas para centrarse exclusivamente en el trabajo. Sin embargo, las mujeres seguían llevando vestidos hasta el suelo como las monjas, con delantales o batas por encima. Normalmente ocultaban su cabello bajo bonetes y algunas utilizaban velos o tocas.
Objetividad combinada con prestigio
A finales del siglo XIX y principios del XX la enfermería era una de las pocas profesiones abiertas a las mujeres, quienes optaron por un vestido de uniforme utilitario que simbolizaba un sentido de pertenencia y autoestima y las convertía en personas respetadas, de forma similar a como los médicos habían enfatizado la dignidad de su profesión con las levitas.
Tras la Segunda Guerra Mundial la vestimenta volvió a cambiar: mientras que durante la Primera Guerra Mundial las enfermeras de la Cruz Roja seguían prestando su servicio voluntario con magas largas y faldas, ahora los dobladillos se hicieron más cortos, los brazos más libres y los pantalones también era aceptables para las mujeres. Pronto se aprobó en todo el mundo un tipo de bata para la enfermería, ya fueran mujeres u hombres, cuyos colores podían representar el rango o el departamento dentro de una clínica.
El lema de la indumentaria actual: tan libre de gérmenes como sea posible
Hoy en día tanto los médicos como el personal de enfermería disponen de un vestuario que ofrece alto nivel de resistencia a la humedad y al paso de bacterias y virus: ropa desechable esterilizada o reutilizable esterilizable, a menudo unisex. Se dispone de pantalones de cordón, camisas de manga corta y larga, batas, casacas y batas de algodón/poliéster o materiales especiales fáciles de lavar.
El equipo de protección individual desechable es indispensable desde hace mucho tiempo en los hospitales, especialmente en los Departamentos de Enfermedades Infecciosas, adaptados a los hallazgos sobre contaminación. Solo recientemente se ha convertido en el símbolo de la pandemia de COVID-19, más allá de los hospitales para llegar al público atemorizado ante las pantallas.
Muchos residuos peligrosos
En los casos de fuerte presencia de aerosoles, como ocurre al entrar en contacto con pacientes que tosen, se exige incluso a los cuidadores que lleven un equipo de protección individual ampliado, junto con normas precisas sobre el orden en que deben quitar cada uno de los elementos en una esclusa.
Primero se aflojan las bandas de la cintura de la bata, después se quitan los guantes que tienen las muñecas ampliadas, la bata tocando solo los manguitos previamente cubiertos en las muñecas y por último, gafas, visor, gorro y mascarilla FFP2/FFP3 y enseguida se mete todo en la bolsa de basura y se desinfectan las manos.
Con este atuendo el histórico traje de médico de la peste vuelve a la vida, con la diferencia de que su seguridad era menor, pero su compatibilidad medioambiental sin duda era mayor.
Artículo publicado anteriormente en Medscape
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