Es fácil detectar errores cuando ya ha trascurrido la fase álgida de una crisis o cuando se ven los toros desde la barrera. No se puede acusar a alguien de que se haya equivocado de ruta, cuando nadie sabía con seguridad cuál era la ruta correcta. La incertidumbre fue lo más llamativo de la pandemia de COVID-19, especialmente en sus inicios. Humildemente, todo profesional debe preguntarse si él no se hubiese equivocado de haber tenido que estar al frente de la vigilancia epidemiológica de todo un país en una situación con tantas incertidumbres como la epidemia de COVID-19 en España en 2020. Humanum errare est. Pero se debe aprender de los errores.
Esta sensatez y esta modestia no pueden servir para blanquear la realidad de la pésima gestión de la pandemia realizada en España en 2020.
En diversos ámbitos de la gestión se ha denominado ineptocracia a dejar la toma de decisiones en manos de mediocres e ineptos. Es humano errar, sí. Pero persistir en el error a base de sostenella y no enmendalla es patente señal de ineptitud.
La continuada demostración de falta de profesionalidad, la incapacidad de dimitir, el reflejo condicionado de tomar las decisiones por meras razones de banderías políticas, obviando la ciencia y la salud pública, las malas artes al aprovechar el desastre para chupar cámara y colar una agenda cada vez más bolivariana (y en muchos casos contraria a la constitución), la negligente tardanza y el despilfarro de tiempos preciosos, los bandazos, el afán de colgarse medallas falsas, el trucaje perpetuo de las cifras, el ninguneo de los científicos, mientras se invocaban comités de pseudo-expertos «fantasma», el lavado mediático de féretros y crematorios, las misteriosas empresas que emergieron como hongos y –tras contratos millonarios a dedo– nos trajeron material defectuoso desde China, la total ineptitud para proporcionar los test a tiempo, el patético espectáculo de médicos protegiéndose con bolsas de basura, la kafkiana gestión de las residencias de ancianos, e incluso la chacota ante las cámaras en medio de esta terrible crisis por parte de quienes deberían haber sido ejemplos de gravedad y responsabilidad… son el suma y sigue de la ineptitud.
Todo esto no merece otro calificativo. Un mínimo sentido de humildad y decencia debería haberles llevado a dimitir hace ya muchos meses.
En diversos ámbitos de la gestión se ha denominado ineptocracia a dejar la toma de decisiones en manos de mediocres e ineptos. Es humano errar, sí. Pero persistir en el error a base de sostenella y no enmendalla es patente señal de ineptitud.
Resulta bochornoso constatar el acúmulo de gruesas mentiras, negligencias, indicadores lamentables y contradicciones continuas que nos llevaron a acabar siendo el país que estaba en la cola del mundo. Muchas veces, cuando se han construido indicadores epidemiológicamente correctos (con numeradores y denominadores válidos), España ha sido de los países más afectados del mundo, donde peor se ha preservado la economía, donde más sanitarios se han contagiado y donde se constata que peor se desarrollaron las medidas de prevención y control. Voces internacionales, por ejemplo, el informe de la Universidad de Cambridge, situaron a España como el sitio donde peor se había gestionado la pandemia. Cambridge otorgó a España la peor gestión de la COVID-19 entre marzo y mayo de 2020.
Primaba, y con mucho, la política sobre la ciencia. Muchas voces han reclamado una auditoría independiente. Decenas de sociedades científicas elevaron un crítico manifiesto titulado «EN SALUD, USTEDES MANDAN, PERO NO SABEN».
En marzo de 2020, un titular de El Confidencial se pronunciaba así:
Un epidemiólogo español de Harvard saca los colores a España: "Se ha desperdiciado 1 mes".
Se trataba de Miguel Hernán, catedrático de epidemiología en la escuela de salud pública de esta prestigiosa universidad.
No tiene nada que ver lo ocurrido en España con el éxito (no suficientemente pregonado ni aplaudido) de Taiwán en 2020. Taiwán está solo a 80 millas de China y mantiene una continua relación con el gigante asiático del que surgió la epidemia. Más de 800.000 taiwaneses viven en China, más de 400.000 trabajan allí y, en 2019, cada mes, más de 100.000 viajeros llegaban cada mes desde China a Taiwán. Los taiwaneses estaban en el epicentro del terremoto y no tenían nada fácil salvarse de la pandemia.
Pero Taiwán merece todos los aplausos porque sus gestores supieron estar en las antípodas de la ineptocracia. Tomaron nada menos que 124 medidas enérgicas, profesionales, bien avaladas científicamente y basadas en la mejor tecnología actual (esa que sí se aplica en España cuando la DGT quiere cobrar una multa y llega hasta el banco donde el infractor tiene su cuenta corriente). Lo inteligente de Taiwán fue que estas 124 medidas se aplicaron en enero. Nosotros en España, no las supimos aplicar ni en marzo, ni en abril, ni en mayo. Luego vino un segundo terrible traspiés al cantar victoria infundadamente en la desescalada y luego vino el tercero al hacer creer a la población que con las vacunas todo iba a ser coser y cantar y dejar que la gente se descuidase en las largas vacaciones de Navidad, a la vez que volvía a parecer el caos en la logística de aplicar las campañas vacunales, que probablemente no logren su efecto de inmunidad de grupo casi hasta el 2022.
¿Qué sucedió en Taiwán? Durante todo el año 2020 solo hubo unos 700 casos de infección de COVID-19 y solo 7 muertes en total por esta causa. No estamos hablando de 70 muertes, ni de 700. Solo 7. Hacer un trabajo de medicina preventiva serio y bien fundado científicamente puede lograr que mueran 7 en vez de que mueran 70.000, así se las gastan los errores en salud pública. Se necesita imperiosamente profesionalidad y rigor para controlar las alertas sanitarias, sin injerencias bastardas de politiqueos aprovechateguis.
Cuando el 21 de enero se identificó el primer caso de COVID-19 en Taiwán, todo el mundo temió que este país pronto vería colapsados sus servicios sanitarios por la multiplicación de casos. Tenía todas las papeletas para sufrir la mayor crisis del mundo por su íntima proximidad y relación con China. No fue precisamente eso lo que sucedió, sino todo lo contrario. Según todos los indicios, Taiwán realizó el mejor trabajo del mundo para frenar la propagación del coronavirus.
Hacer un trabajo de medicina preventiva serio y bien fundado científicamente puede lograr que mueran 7 en vez de que mueran 70.000, así se las gastan los errores en salud pública. Se necesita imperiosamente profesionalidad y rigor para controlar las alertas sanitarias, sin injerencias bastardas de politiqueos aprovechateguis.
La minuciosa búsqueda y control de contactos es uno de los secretos de su éxito. La proporción de test positivos en Taiwán era siempre inferior al 1%, y esto significa que se hacían muchos test a personas sin síntomas, pero que podían tener riesgo de contagiarse. En España entre marzo y junio de 2020 no se hacían test ni siquiera a muchos de los enfermos ni a la mayoría de profesionales sanitarios. No digamos a los cuidadores de residencias de ancianos. A los futbolistas sí que se les empezaron a hacer pronto las PCRs y además repetidamente. El fútbol es el gran becerro de oro, porque Spain is different. En Taiwán, en cambio, no solo se hacían test repetidos a los profesionales sanitarios, sino que el rastreo de cada contacto, con test repetidos, fue muy estricto. El control de viajeros también lo fue.
Si la OMS se hubiese fijado más en el éxito de Taiwán y lo hubiese puesto como modelo a todo el mundo, otro gallo nos cantaría. Pero la OMS ha seguido ninguneando a Taiwán y ni siquiera incluye este país en sus tablas de resultados ¿Por qué se ninguneó el mejor modelo de efectividad en el combate contra este virus pandémico? ¿Para blanquear los sepulcros de otros sitios? Parece que en todos sitios, incluida la actual OMS –tan sumisa a China continental–, se cuecen habas de prejuicios por razones políticas o ideológicas. Lamentablemente.
El éxito en Taiwán, un país de 23 millones de habitantes, contrasta ampliamente con las más de 50.000 muertes oficiales en España. Esas 50.000 muertes que admitía el gobierno a final de 2020 son una cifra que hoy nadie se cree. Nadie mínimamente serio puede admitir que sea tan baja. Probablemente están más bien cerca de 80.000 las personas fallecidas en España por COVID-19 en 2020.
Es un tremendo exceso de mortalidad. Téngase en cuenta que se venían produciendo en total (por todas las causas) algo más de 400.000 muertes anuales en España. Sumar 80.000 se ha debido a un cúmulo fatal de despropósitos. Las ineptitudes han llenado periódicos de todo el país. El gobierno ha hecho sustanciosas inversiones de fondos públicos en los medios para paliar y amordazar las críticas. Se ha desplegado una amplia labor de propaganda, sobre todo en televisión. Pero quien más, quien menos, ha recibido en su móvil, un día sí y otro también, numerosísimos memes y otros mensajes denunciado los desmanes y los escándalos: declaraciones contradictorias, documentos oficiales ocultados o manipulados, declaraciones insostenibles, en definitiva, ineptitudes y negligencias a mansalva. La calificación de ineptocracia resulta inevitable.
Cuando se consideran las cifras reales de mortalidad en relación con al tamaño de nuestra población, España ha sido, sin duda, el país más castigado del mundo por la COVID-19. Hay que imaginar que el saldo de la pandemia en 2020 equivaldría a un accidente aéreo diario en el que perdiesen la vida más de 200 españoles. Así, todos los días. Imagínense lo que sería un accidente diario en el que se estrellase cada jornada del año un avión con 200 personas a bordo y todas muriesen. Ese fue el triste saldo del 2020.
Si ante esto nos quedamos todos callados, sabiendo que en sitios como Taiwán –donde lo tenían mucho más difícil que nosotros– sí que lo supieron prevenir, es que estamos inmersos en el masoquismo y quizás España debería pasar a llamarse Masoca-landia.
La OMS ha seguido ninguneando a Taiwán y ni siquiera incluye este país en sus tablas de resultados ¿Por qué se ninguneó el mejor modelo de efectividad en el combate contra este virus pandémico? ¿Para blanquear los sepulcros de otros sitios?
Esta pandemia ha cambiado la forma en que vivimos y trabajamos. Se han aplicado medidas drásticas de salud pública a la población general, como el distanciamiento físico, la cuarentena y el aislamiento, el cierre de centros educativos, la obligación de usar mascarillas de modo generalizado. No se aplicó en España a tiempo el cierre de fronteras y aeropuertos ni los controles masivos. Sí hubo, restricciones en el trabajo presencial y un aumento del teletrabajo. Pero se falló en lo fundamental: el factor tiempo. A todo se fue llegando tarde, demasiado tarde. Y, a veces, tarde y mal.
Este diminuto virus procedente de China seguirá comprometiendo nuestros estilos de vida, nuestra salud física y mental y nuestro trabajo en los próximos años. La repercusión económica también será inmensa. No pensemos triunfalistamente que todo está ya resuelto por disponer de una vacuna.
Las cifras son tozudas y no se pueden tapar con propaganda. En la comunidad científica nadie duda hoy de que España y otros países occidentales tardaron demasiado en reaccionar. Pero peor aun fue el grave error de permitir actos multitudinarios de carácter deportivo o político, especialmente en Madrid, el fin de semana del 7-8 de marzo. No es posible a estas alturas blanquear los datos que siguieron a las manifestaciones del 8-M. Ni los correspondientes sepulcros. Serían sepulcros blanqueados.
Fue precisamente el 7 de marzo cuando Italia tomó una decisión sin precedentes con el cierre total de Lombardía, Venecia, Padua, Parma, Piacenza, Rímini, Reggio-Emilia, Módena, Pesaro, Treviso, Alessandria y Asti. Así se confinaba en sus casas a más de 16 millones de italianos. En cambio, al día siguiente se permitían en España actos multitudinarios con cientos de miles gritando por las calles. Son muchos los ciudadanos que cuando piensan esto se sienten cansados y han perdido la confianza en las autoridades sanitarias. Tal confianza es muy importante para controlar cualquier alerta sanitaria.
El cierre de centros docentes se anunció en España el fin de semana siguiente, el viernes 13 de marzo. El grave error fue anunciarlo así, de repente, improvisamente, por una comparecencia del presidente en televisión, sin preparación, y, sobre todo, aplicarlo como medida aislada, sin controles de viajeros y sin ponderar suficientemente todas sus consecuencias. Solo a partir del mediodía de ese viernes 13 de marzo, los universitarios madrileños supieron con certeza que se cerraban todas las universidades y hubo un éxodo masivo porque, además, se acercaba la Semana Santa ¿Qué hicieron las decenas de miles de universitarios madrileños ese viernes por la tarde? No todos se fueron a las bibliotecas, precisamente… Abundaron concurridas fiestas y otras aglomeraciones en bares y discotecas, al verse todos ellos de vacaciones hasta después de Semana Santa. Esto contribuyó extraordinariamente a dispersar el incendio. Y, ¿para qué seguir en Madrid si ya no hay clases? Salieron, sin el más mínimo control ni en aeropuertos ni en estaciones, a los 4 puntos cardinales del país. No solo hubo estampida de universitarios, sino de muchas familias que se fueron a zonas de costa ese fin de semana. No se recomendó el uso de mascarillas. Los trenes, autobuses y aviones se convirtieron así en caldos de cultivo del virus. Los destinos también.
Un error de esta magnitud cuando se está intentando apagar un gravísimo incendio que ya llevaba semanas extremadamente agravado por todo el norte de Italia acabaría costando muchas vidas y dispararía exponencialmente la necesidad de futuros esfuerzos, muchos de ellos resultarían inútiles tras este patinazo inicial. Un incendio, o se apaga en sus inicios, o luego todo son sudores estériles.
No se puede poner un ventilador detrás del foco de una epidemia tan contagiosa como la COVID-19. Pero fue ése el ventilador que desperdigó el virus por toda España a partir del 13 de marzo.
Tiene delito, porque ya el 25 de febrero el director de la OMS expresaba que se podía tratar de una pandemia potencial:
"Este es un momento para que todos los países, comunidades, familias e individuos se concentren en prepararse. Debemos concentrarnos en la contención, mientras hacemos todo lo posible para prepararnos para una posible pandemia".
Además de las muertes y las secuelas de carácter físico, la pandemia está dejando detrás un reguero de patología psiquiátrica, que no se va a acabar con la disponibilidad de una vacuna, que solo podrá llegar poco a poco.
Al combinar 66 estudios (con un total de más 220 mil participantes) se comprobó que los problemas de salud mental se dispararon en todo el mundo por la pandemia. La prevalencia de depresión llegaba al 31%, la de diagnósticos de ansiedad al 32% y la de insomnio al 38%.
La cuarentena y los confinamientos también pueden contribuir al estrés, la ira y el aumento de los comportamientos de riesgo, como las apuestas on-line. En pandemias anteriores, los niños en cuarentena tenían más probabilidades de desarrollar un trastorno de estrés agudo, trastornos de adaptación y pena. También se ha constatado un aumento de las ventas de alcohol y del consumo de alcohol en el hogar, lo que hace aumentar los trastornos por consumo de alcohol, la violencia de pareja íntima, la adicción a la pornografía y el abuso sexual de menores.
En un estudio representativo de la población estadounidense, cuyo trabajo de campo se realizó por los CDC de Atlanta en junio de 2020, la cuarta parte de los jóvenes presentaban ideación suicida y en el total de la muestra cuatro de cada 10 estadounidenses referían al menos un problema de salud mental o de conducta psiquiátrica. Tres de cada 10 padecían síntomas de ansiedad o depresión, y una cuarta parte tenía síntomas de un trastorno por estrés postraumático debido a la pandemia. El trece por ciento había comenzado a usar o había incrementado el uso de fármacos para lidiar con el estrés o las emociones relacionadas con los confinamientos y restricciones debidas a la COVID-19. Resultó particularmente preocupante que el 11 por ciento hubiese contemplado seriamente suicidarse en los últimos 30 días. Pero entre las personas de 18 a 24 años de edad, este porcentaje ascendía al 25 por ciento. Hay que pararse a contemplar lo que supone esta estadística: una cuarta parte de los adultos jóvenes en Estados Unidos estaba pensando seriamente en cometer suicidio en el mes de junio de 2020. En comparación con junio de 2019, un año antes, la prevalencia de los trastornos de ansiedad se había triplicado, y la prevalencia de los trastornos depresivos se había multiplicado por 4.
Hay muchas personas a nuestro alrededor profundamente heridas por todo lo sucedido. No puede albergarse la globalización de la indiferencia. La solidaridad, la comprensión, la justicia social y el acercamiento al prójimo son ahora más necesarios que nunca.
La bibliografía científica actual sugiere que las personas afectadas por COVID-19 pueden tener una alta carga de problemas de salud mental, incluyendo depresión, trastornos de ansiedad, estrés, ataques de pánico, ira irracional, impulsividad, trastornos de somatización, trastornos del sueño, perturbación emocional, síntomas de estrés postraumático y comportamiento suicida. Además, hay que considerar que ejercen influencia sobre estos trastornos la exposición a noticias y medios sociales relacionados con COVID-19, los estilos de afrontamiento, el estigma, la escasez de apoyo psicosocial, la mala comunicación sobre salud, la desconfianza en los servicios de salud, la falta de medidas de protección personal, la percepción del riesgo de contraer COVID-19 y la probabilidad percibida de que esté en riesgo la propia supervivencia.
Se ha dificultado el acceso a los servicios de salud con los consiguientes efectos perjudiciales para la salud física y mental y la calidad de vida. Más aún, el deterioro de la economía causado por COVID-19 va a seguir originando desempleo, inseguridad financiera, catástrofes de la economía familiar y pobreza. Todo esto también mata. El colapso económico que se ve venir después de la pandemia probablemente exacerbará las disparidades en materia de atención de la salud y probablemente afectará de manera desproporcionada a los pacientes socialmente más desfavorecidos.
En este contexto, debe insistirse en una serie de medidas preventivas de los trastornos de salud mental, todas ellas cuentan con evidencia científica que apoya su efectividad en la práctica para prevenir los trastornos mentales y el suicidio:
- El distanciamiento físico no debe suponer distanciamiento social, sino todo lo contrario. Cuanta más distancia física, mayor debe ser la comunicación personal a través de las pantallas (sobre todo pantallas) y teléfonos. Estos tiempos pueden ser una época de mezquindad, pero deben ser una época de la mayor solidaridad y sociabilidad.
- Mantener y reforzar relaciones sociales de alta calidad: la catarsis (abrir el corazón y los sentimientos a personas con las que se confía) y la capacidad de mantener fuertes vínculos sociales, donde se puedan desahogar las propias preocupaciones y ansiedades íntimas.
- La necesidad de tener un propósito en la vida y poner los medios para perseguirlo a diario.
- Mantener horarios llenos y bien organizados y estructurados con actividades enriquecedoras de la inteligencia y la voluntad en las rutinas diarias. No abandonarse a las pantallas.
- Desarrollar mejor la capacidad de aprender a racionalizar las posibles distorsiones cognitivas: miedos infundados, tendencias a radicalizarlo todo, catastrofismos, percepciones dicotómicas de la realidad.
- La práctica habitual de ejercicio físico, aunque sea modesto, pero con continuidad e integrado en la rutina diaria.
- Un patrón alimentario de alta calidad, como la dieta mediterránea tradicional.
- Evitar el consumo de alcohol en patrón atracón o de bebidas fuertes, de tabaco y de drogas psicoestimulantes.
- Una adecuada rutina de sueño y dormir entre 7 y 8 horas al día.
- La práctica religiosa, especialmente la asistencia a actividades religiosas, al menos una vez a la semana, sobre todo en ámbitos católicos.
- Respecto a este último punto, que podría suscitar críticas, debido a la agresiva propaganda contra la libertad religiosa que se ha extendido en nuestro medio, hay que aducir la evidencia científica existente. Por ejemplo, en uno de los estudios mejor diseñados y analizados se valoró a 89.708 mujeres de 30 a 55 años de edad para estudiar si la asistencia a servicios religiosos al menos una vez por semana podía reducir las tasas de suicidio. La práctica religiosa al menos semanal hacía que se redujeran aproximadamente a la quinta parte los suicidios en comparación con quienes no asistían nunca a servicios religiosos (riesgo relativo, 0,16; IC del 95%, 0,06-0,46). Pero el riesgo se reducía todavía más, unas 20 veces, con un riesgo relativo de 0,05 (IC del 95%, 0,006-0,48), en las católicas. Estos resultados se mostraron suficientemente robustos en diversos análisis de sensibilidad, así como tras excluir a mujeres que estaban previamente deprimidas o tenían un historial de cáncer o enfermedades cardiovasculares.
La mejor integración social, la menor frecuencia de síntomas depresivos y el menor consumo abusivo de alcohol mediaban parcialmente la asociación entre la asistencia ocasional a servicios religiosos y el menor riesgo de suicidio. Pero no era este el caso para las mujeres que asistían al menos con frecuencia semanal, donde no se veía esta mediación, sino un efecto directo.
En el contexto actual de grave riesgo de problemas de salud mental en toda la sociedad debido a la pandemia descontrolada, es importante cuidar todos estos aspectos de la prevención psiquiátrica.
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