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Pruebas de tiro

Excelencia Literaria por Excelencia Literaria
7 marzo, 2023
en Excelencia Literaria
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Home Arte y Cultura Excelencia Literaria
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Tomás Calderón no era un gran tirador.  Cuando tenía siete años solía escaparse de la escuela con su hermano Mario, agarraban un saco de piedras redondas del tamaño de una castaña y corrían por una carretera que tenía el asfalto agrietado, la que bajaba al arroyo. Allí se escondían entre la maleza y escrutaban el cauce buscando pájaros y ranas con los que probar puntería. En una ocasión, cuando sus padres les regalaron una carabina de plomillos,  mataron dos sapos, asustaron a cuatro palomas y reventaron el faro de un coche.  Se armó una bronca de órdago y desde entonces no volvieron a tocar el arma. Años después Tomás se casó, engordó y montó un negocio de productos para cultivos. Y aquella era toda la experiencia como tirador que tenía Tomás cuando conoció a Luis.

Luis era un agricultor que cultivaba girasoles en una hacienda, a cuarenta kilómetros de la ciudad, a la que viajaba cada lunes con una pick up verde oliva. De camino se detenía en la tienda de Tomás para comprar insecticidas. Luis hablaba por los codos de su campo, de su perro, de sus girasoles. Le contó también que tenía una escopeta de caza, una repetidora Benelli con cartuchos del 20. A Tomás le cayó muy bien y cuando escuchó lo de la repetidora se le iluminaron los ojos y  se acordó de su hermano y de sus escapadas al arroyo.

–¡¿Una Benelli?! Eso suena estupendamente, sí señor. Ese sí que es un buen deporte.  También yo he tirado alguna vez. Nada serio.  Una carabina de plomillos para matar palomas. ¿Sabes qué…, Luis? Que me tienes que enseñar tu escopeta. No creo que a mi señora le guste. Pero bueno, tampoco a mí me gustan las alimañas que se trae a casa y no me quejo. Además, si me enseñas a tirar bien, cuando Miguel crezca podrá aprender algo útil.

A Mariluz, la mujer de Tomás, le gustaban los animales. Era veterinaria y tenía una consulta con un patio amplio donde desinfectaba y vendaba heridas, extirpaba garrapatas y amputaba patas rotas a los perros y gatos de medio vecindario.  Tomás y Mariluz tenían un hijo de tres años que se llamaba Miguel,  de ojos azules como los de su madre, inquieto y curioso: le gustaba encaramarse a todo aquello que le sacara un par de cabezas. Cuando era más pequeño y dormía en una cuna, muchas mañanas Tomás se lo encontraba subido en la repisa de la cocina o metido en el lavabo del cuarto de baño. La única solución que encontró para quedarse tranquilo, fue colocar una tabla de madera sobre las paredes de la cuna, con una caja de herramientas encima que hiciera de pesa.

Luis invitó a la familia de Tomás a su finca de girasoles,  cinco hectáreas alrededor de una casa de una sola planta con las paredes despintadas, una cocina que olía a gasolina, un dormitorio y una sala de estar con un sofá y un televisor. A veinte metros de la casa había un tejado de chapa que resguardaba un tractor y unos contenedores llenos de sacos de estiércol y de semillas de girasol. Junto al tractor había una jaula sin techo en la que dormía un perro.

–Ese es Fozio, un pastor abruzzese. Lleva dos días raros. Intentó morderme y tuve que encerrarle ahí dentro. Me tiene preocupado porque no hace más que dormir, pero  si te acercas para lo que sea, se enfurece.  ¿Tú que piensas, Mariluz?

–¡Es muy bonito! A veces los perros grandes se desequilibran por algo que han comido.  El estómago les tortura y se vuelven irritables,  pero eso tiene fácil tratamiento. En la clínica tengo algunas medicinas para purgar los intestinos.

–No me digas que es así de sencillo.  Sería genial si consiguieras curarlo.  Pues, si no te importa, quisiera que me lo vieras esta misma tarde. Luego le preparo un bozal y cuando regresemos a la ciudad te lo dejo en tu clínica.

Después de comer,  Luis les enseñó muy orgulloso su Benelli y salieron a dar una vuelta por el campo. Cuando llegaron a lo alto de una colina, vieron un roble cubierto de estorninos. Luis le ofreció el rifle a Tomás.

–Creo que podríamos empezar con esto –susurró el propietario del arma–. Los estorninos son pequeños, pero estos están cerca y todavía no han echado a volar.  Con un poco de suerte, incluso aciertas.  Póntelo así, bien apoyado en el hombro y con el cañón perpendicular a tu antebrazo. Apunta despacio, tómate tu tiempo. Eso es. Cazando estorninos con cartuchos del 20… ¡Esta sí que es buena!

Tomás disparó y una nube de pajarillos cubrió el cielo con un ensordecedor batir de alas.  Miguel, con sus ojos azules abiertos como platos, comenzó a aplaudir y a reír. Se acercaron al árbol en busca de algún ave muerta, pero allí no había nada.

–¡Papi! ¡Papi!… No pajarito. No pajarito  –gritaba Miguel mientras daba vueltas alrededor del roble.

Tomás chasqueó la lengua decepcionado. Continuó probando su puntería, apuntando a ramas y piedras durante una hora.

Cuando bajaron de nuevo a la granja, Luis preparó café y le dijo a Mariluz que tenía unos alambres y una mampara de plástico duro en el trastero, detrás de la casa, con los que podía hacer un bozal decente para su perro.

–Mejor te echo una mano –respondió ella–.  Si tu pastor abruzzese está agresivo,  prefiero asegurarme antes de ponerle una mano encima. Tomás, mientras ¿te puedes quedar tú con Miguel? No creo que nos lleve más de una hora.

Mariluz le dio un beso en la mejilla y le dejó al niño dormido en el regazo,  al que limpió un hilillo de baba que le colgaba del labio inferior con una servilleta. Cuando salieron por la puerta, Tomás levantó al niño en brazos y se lo quedó mirando.

–Chico, tu padre te va a enseñar algo útil: te va a enseñar a cazar leones.

Lo tumbó en el sofá, a su lado, y le cubrió con un cojín deshilachado. Miró el reflejo de la ventana en la pantalla curva del televisor y observó las humedades en el techo de la habitación.  Solo oía las agujas de un reloj viejo que colgaba de la pared.

Tomás se levantó y se acercó a la ventana. Allí estaba el tractor con las ruedas llenas de barro y el cuerpo adormilado de Fozio, que parecía un montón de nieve sucia acumulada en una esquina de la jaula.  Al otro lado se extendían los campos de girasoles,  atravesados por postes de madera que sostenían el cable del teléfono. Se fijó en uno de ellos, a escasos cincuenta metros de la casa. En la cúspide del poste telefónico vio moverse una mancha blanca y negra. Era una cigüeña, no tuvo duda.

Dirigió la mirada al ángulo de la habitación donde Luis había dejado el rifle, apoyado a la pared junto a la caja de cartuchos.  Decidió que iba a darles una buena sorpresa.  Moviéndose de puntillas para no despertar al chico, cogió el rifle y la caja, y abrió la puerta de la casa, salió afuera y volvió a cerrarla con suavidad.

Comenzó a avanzar con sigilo, con los ojos fijos en la cigüeña, mientras introducía un cartucho en la recámara de la escopeta.  Se sentía como un cazador que rececha a un búfalo en una pradera de Botsuana.  Rodeó la casa, dejando atrás el tejadillo metálico con el tractor y el perro, y se colocó el arma frente a los ojos, con la mirilla apuntando a su objetivo. De esa guisa avanzó con pasos lentos y cortos.

<<Un poco más cerca y lo tengo asegurado>>.

Entonces tropezó con una piedra y cayó hacia delante, amortiguando el trompazo con una de sus manos. Alzó la cabeza para ver cómo la cigüeña levantaba el vuelo, impulsándose con sus largos zancos, para perderse sobre los campos de girasoles.

Tomás se puso en pie, chasqueó la lengua y le dio una patada a la piedra, haciéndose daño en el empeine. Desanduvo lo andado, dándole vueltas a la posibilidad de buscar otra presa, cuando advirtió que  la puerta de la casa estaba abierta.  Asomó la cabeza, confiado en que vería a Luis y a Mariluz de vuelta, pero el salón estaba vacío: el televisor, el sofá y un cojín deshilachado tirado en el suelo.

<<¿Miguel?>>.

Echó a correr, alarmado, hacia el cobertizo, justo a tiempo para ver  como el cuerpo escurridizo de su hijo escalaba el último tramo de la jaula y se dejaba caer dentro.  Aterrado, pensó que llegaba demasiado tarde.

El enorme pastor abruzzese se incorporó de un brinco, con las orejas hacia arriba y los colmillos largos y amarillentos asomando por debajo del hocico. Se oyó un ladrido y el golpear de unas pezuñas.  Un disparo rasgó el silencio del campo.  Pero, como dijimos,  Tomás Calderón no era un gran tirador.

Javier Taylor

Ganador de la IX edición de Excelencia Literaria

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