En cualquier organización, comunidad o país debe haber unas normas que constituyen su columna vertebral, la base del sistema.
Teniendo en cuenta los principios clave de la gestión, es deseable que las normas estén consensuadas, entre quien las dicta y los subordinados, ya que nuestras normas siempre son razonables; las de los demás son una imposición. Una aclaración importante: consenso no es unanimidad. A su vez, las normas tienen que definirlas un experto o un equipo pequeño de expertos. Deben ser pocas y claras, hechas con sentido práctico para que se puedan controlar y es fundamental que se dicten para que se cumplan.
Si analizamos las normas dictadas en lo concerniente a la gestión de la pandemia de la Covid-19, todo lo anterior no se ha cumplido en su mayor parte.
Soy firmemente partidario de la delegación del trabajo, que he defendido e incentivado siempre, tanto en el mundo laboral como en mis clases de economía en la universidad y en diversas publicaciones. Pero hay un tema que el gobierno no ha entendido o no ha querido entender. La delegación de tareas, que es vital para la optimización del trabajo, no tiene nada que ver con la delegación de responsabilidad. Se pueden delegar tareas, que es delegar poder para actuar, pero no se puede delegar la responsabilidad. El haber delegado la responsabilidad a las autonomías, como principio de gestión, es una equivocación. La responsabilidad no se puede delegar. Tal es la confusión en la interpretación de lo que significa responsabilidad que escuché a un presidente de comunidad autónoma, decir en televisión, que él no era responsable del cierre de la hostelería en su comunidad, que la responsabilidad era del organismo de la sanidad de su autonomía, que era quien lo había decretado. Oír esto de un mandatario produce estupor. Es comparable a que, en una empresa, el director general delegase a un director de área (producción, comercial, finanzas, compras, marketing…) la responsabilidad de las decisiones que tomase en su espacio. Una cosa es que delegue autoridad para que decida y otra es que haga dejación de la responsabilidad, que sigue siendo de un único responsable, en el caso de la empresa del director general y en el caso del estado y de las autonomías de sus responsables respectivos, el presidente del gobierno y los presidentes de cada comunidad autónoma.
Las normas las debe decidir un experto o un pequeño equipo de expertos. Este ha sido el principal fallo en la gestión de la pandemia en nuestro país. Tanto en lo referente a la salud como a la economía, la gestión la tenía que haber liderado un gabinete de expertos, ajenos a la política. La clase política no está preparada para gestionar problemas de esta dimensión. Lo lamentable es que, en nuestro país, hay excelentes profesionales de la gestión y de la sanidad que ni tan siquiera han sido consultados.
A su vez, las normas tienen que ser pocas y claras. Ha sucedido todo lo contrario. Desde que comenzó la pandemia hemos asistido a una borrachera de normas variopintas que han desorientado a las personas: ahora hay que hacer esto, mañana lo contrario. Con diferentes normas según la autonomía: fumar en las terrazas, confinamientos perimetrales, deporte con o sin mascarilla, número de personas permitidas en reuniones familiares, inclusión o no de los menores de catorce años, familiares directos, allegados, hora de cierre de bares y toques de queda a diferentes horas. ¡Un caos! El ciudadano ya no sabe lo qué tiene que hacer.
La gran virtud de un responsable es la humildad para reconocer sus errores, pero asistimos a lo contrario. No obstante, las palabras y bravatas no sirven, solo cuentan los resultados. En el ranking de la pandemia, nuestro país destaca por una de las mayores cifras de fallecimientos en función de su población, el mayor número de sanitarios contagiados y una economía que según los expertos experimentará una de las mayores caídas de su PIB a nivel mundial. Esa es la verdadera vara de medir y no escudarse en que esto sucede en todos los países.
No hace falta ser un experto para darse cuenta de que, una norma, tiene que dictarse siempre que se pueda controlar su cumplimiento, con sentido práctico para que su inspección sea operativa. Si no fuera por el grave problema de la pandemia daría risa por ejemplo el control sobre el permiso para visitar a los allegados en las pasadas navidades. Esta norma, además de animar a la gente a desplazarse con una justificación tan pueril e inoportuna, es un ejemplo de una decisión incoherente ya que no es posible su control, comenzando por la ambigüedad del término allegado. Hacer llamamiento a la responsabilidad individual de la persona o justificar el viaje mediante una declaración jurada, raya en la insensatez, en un país cuya indisciplina es manifiesta en bastantes personas.
Por último, las normas son para cumplirse. Se han establecido teóricamente para proteger a las personas, pero no ha habido una planificación para que se cumplan. Esto, en todas comunidades autónomas, donde ha habido y sigue habiendo desmanes en bodas, fiestas patronales, sitios públicos saturados, discotecas atiborradas, celebraciones estudiantiles y botellones con un denominador común: sin las normas de seguridad exigidas para la población. No ha trabajado el estamento político en adecuar leyes a la pandemia, de estricto y rápido cumplimiento. Es patético observar cómo la policía tiene que esperar a que salgan de un establecimiento a altas horas de la mañana los que incumplen las normas para amonestarles o multarles. Llama poderosamente la atención que las mismas personas reincidan, sin otro problema que unas multas de las que hay dudas que se vayan a pagar, entre otras cosas porque, al parecer, no se tramitan a tiempo debido a su gran número y no llegan a los infractores. Clama al cielo que haya locales y otros lugares donde se celebran fiestas proclives para extender la pandemia, claro delito contra la salud pública, y que, siendo incluso algunos reincidentes, permanezcan abiertos. Llevamos casi un año de pandemia y la clase política, que sigue creciendo en número de personas y costes desorbitados, mientras el país se hunde económicamente, no ha sido capaz de resolver este problema.
Siguiendo con la adecuación de las leyes a la pandemia, resulta chocante que un gobierno autónomo decrete el cierre de la hostelería, haya posteriormente una demanda del sector solicitando la apertura y los jueces determinen que hay que abrir los negocios, dejando en paños menores y con cara de tonto al gobierno autónomo. Pero más chocante e incongruente es que, en otra autonomía con el mismo caso y procedimiento, suceda lo contrario y los jueces fallen a favor de que sigan cerrados los bares y restaurantes, dando la razón a los responsables políticos.
La gran virtud de un responsable es la humildad para reconocer sus errores, pero asistimos a lo contrario. No obstante, las palabras y bravatas no sirven, solo cuentan los resultados. En el ranking de la pandemia, nuestro país destaca por una de las mayores cifras de fallecimientos en función de su población, el mayor número de sanitarios contagiados y una economía que según los expertos experimentará una de las mayores caídas de su PIB a nivel mundial. Esa es la verdadera vara de medir y no escudarse en que esto sucede en todos los países.
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