Mi querida ciudad de Granada se ha convertido, por desgracia, en un lugar predilecto para las despedidas de soltero. Si uno viene aquí corre el peligro de cruzarse con hordas de personas, cada vez más mayores, que cantan a voz en grito aquello de, perdonen el exabrupto: te casaste, la cagaste. Y es que el mundo actual se caracteriza por un miedo atroz al compromiso matrimonial y el fruto más amargo de dicho miedo es la pandemia mundial de divorcios y separaciones a la que nos vemos abocados.
Son numerosas las causas que explican dicho miedo, pero, si las analizamos con detalle veremos que se pueden resumir en una sola: miedo a perder mi autonomía y mi libertad. Mucho habría que hablar aquí sobre dicho concepto erróneo de libertad. Si lo único que quiero en este mundo es estar solo para que nadie me diga lo que tengo que hacer, para que nadie me controle, para que nadie me moleste ni me incomode, me daré de bruces con la realidad. Y esa no será otra que la más profunda de las soledades. Preparando este artículo me topo con un estudio que señala que, en la próxima década, casi la mitad de los habitantes estadounidenses vivirán solos. Pocos me parecen al ritmo que vamos. Mejor solo que mal acompañado, dicen los esquizoides.
Reconozcamos que el matrimonio, hoy en día, no goza de la fama ni del prestigio que merece. Y de un tiempo a esta parte uno se topa con líderes de opinión, influencias de todo a cien, que defienden que el matrimonio es una institución caduca e inhumana fundada por un heteropatriarcado machista. Una forma de relacionarnos que está abocada a la extinción. El problema es que la realidad parece empeñada en demostrarnos lo contrario.
El matrimonio no es una institución propia de una determinada ideología, cultura o religión. Es una institución humana y, como tal, aparece en todas las civilizaciones de la tierra implantándose allá donde dos personas se desean amor eterno. Y es que cuando uno se enamora de otro, lo quiere para sí. No quiere compartirlo con la tribu ni con la manada. Y ese deseo, lejos de ser egoísta, se convierte en una de las mayores fuentes de generosidad con la que nos podemos encontrar en la vida. Cuando el amor es correspondido, cuando uno y una se enamoran y se entregan. Cuando se juran dicho amor surge una chispa de satisfacción que pocas cosas pueden igualar.
Ahí radica la fuerza del rito matrimonial. Un rito que siempre es igual. No importa que sea zulú o esquimal. Las dos personas se cogen de la mano en presencia de testigos cualificados, de la familia más cercana, de los amigos de toda la vida y hacen un juramento delante de todos ellos (y delante de Dios en el caso de que sean religiosos) prometiendo que van a hacer todo lo que esté en su mano para que dicha relación vaya bien y no se rompa nunca. Pase lo que pase. Suceda lo que suceda. A las buenas y a las malas. A las duras y a las maduras. Y tienen que sellar dicho compromiso con un objeto, normalmente un anillo, como símbolo de algo que es irrompible y que nunca se acaba. Y mientras eso no suceda, es como si algo me faltara.
No es necesario que venga Jennifer López a recordarnos aquello de que el anillo pá cuando, pues todos sabemos que, sin juramento, sin rito y sin fiesta, a la historia le falta algo y corre peligro de convertirse en una ensalada sin salsa ni condimentos. Ahora se entiende por qué irse a vivir juntos no tiene absolutamente nada que ver con casarse, aunque la pareja esté unida por un hijo o por una hipoteca. El compromiso es otra cosa. Es decirle a la parte del planeta que me conoce que he encontrado aquello que llevaba tanto tiempo buscando. Aquella media esfera que me completa y que le da sentido a mi vida. Parafraseando a Joaquín Sabina, podemos gritar a los cuatro vientos: “Y morirme contigo si te matas y matarme contigo si te mueres, porque el amor cuando no muere, mata, porque amores que matan nunca mueren”. Pocas definiciones más atinadas de lo que es un amor de verdad.
El matrimonio es para toda la vida. Lo saben todos los divorciados. Cuantos más matrimonios se rompen, más conscientes somos de dos realidades: la cantidad de gente que se casa sin tener ni idea de lo que hacen (y que por tanto forman matrimonios nulos) y la cantidad de matrimonios que, digan lo que digan y se pongan los demás como se pongan, están unidos por un vínculo indisoluble que no hay quien rompa.
Reivindiquemos el matrimonio como lo que es. Una forma de vida que jamás podrá desaparecer, pues es el mejor sistema que hay para que las personas crezcan, se sientan amadas y aprendan a querer. Enseñémosles a los que quieran escucharnos que, si el amor es verdadero y las ideas están claras, uno no debería de eternizar los noviazgos ni plantear la boda como un punto final. Tras la boda empieza todo. También todo lo bueno. Pues el amor de enamoramiento inicial dará lugar a otro tipo de relación mucho más madura, auténtica y verdadera. Un proyecto de vida común donde puedo compartir todo lo que me preocupa y me interesa con una persona que me conoce mucho mejor de lo que yo me conozco a mí mismo. Una persona que sabe cómo ayudarme y cómo corregirme. En definitiva, una persona que me amará con mucha más intensidad y fuerza con la que yo podré quererme.
Créanme, millones de casos de éxito lo avalan. No hay mayor aventura y satisfacción que intentar hacer la persona más feliz del mundo a aquel o aquella que decidió decirme que sí cuando yo me atreví a abrir mi corazón.
Artículo publicado anteriormente en Aceprensa
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