Desde su casa en la ladera de la montaña, dando un largo suspiro, Claudio Propercio pensó sonriendo:
«Por fin han llegado; hoy es el gran día»
Conocía, como todo buen romano, las historias sobre las reuniones de los dioses, historias que le hacían imaginar a los poderes del universo reunidos alrededor de una mesa. Además, creía que los grandes temblores que percibía desde el amanecer eran una señal de la llegada de las deidades. Su ciudad llevaba semanas aguantando pequeños movimientos sísmicos, pero aquel día el suelo se sacudía con una fuerza inusual, como si estuviese nervioso por alguna razón.
En la calle, las estructuras de madera empezaron a derrumbarse con estrépito. Mientras tanto, las viviendas de piedra como la suya aguantaban. Claudio alcanzaba a oír el llanto de los niños que, aterrorizados, no comprendían que aquello era una señal muy positiva, pues anunciaba que el panteón celeste iba a juntarse en aquella ciudad.
Un denso manto de ceniza cubrió el cielo. Era una inmensa nube que brotaba de la montaña. Probablemente era obra de Plutón, que había mandado oscurecer la cúpula celeste por envidia hacia las divinidades superiores, que al fin se avenían a bajar a la tierra de los mortales. Entonces Claudio consideró que el terremoto era, con toda probabilidad, obra de Neptuno, dios de las aguas y los seísmos, cuya caravana agitaba las tierras al acercarse al lugar del encuentro. Aquel hombre también vio cómo los animales huían hacia los bosques, seguramente para restregarse con amor en las faldas de la diosa Diana, a la que quizás tomarían en andas para llevarla hasta la reunión.
Claudio se encontraba ensimismado en sus pensamientos cuando el terrazo de su domus se partió en dos, a causa de una grieta que recorrió la planta a lo largo el vestíbulo, y el intrincado mosaico de una pared comenzó a caerse a pedazos. El ciudadano romano observó con horror cómo su hogar se deshacía, empeñado en creer que aquellas grietas eran el resultado de un mundo débil que no estaba preparado para tan alta reunión.
Salió a la calle, que se había poblado de socavones. Había comenzado una extraña tormenta: unas rocas encendidas como ascuas caían para reventarse contra la ciudad. A toda prisa, Claudio se escondió bajo el tejadillo de un portal. Allí sintió una suave brisa en el rostro. Se preguntó si se trataba de Argestes, dios del viento, o de Hermes, el cabalgador de corrientes y mensajero. Quizás venían juntos. Alargó el cuello, trató de verlos, pero fue en vano: la oscuridad cubría el cielo por completo, Helios, el dios sol, había desaparecido.
De pronto, de las tripas de la montaña brotó un rugido estremecedor que le llevó a encogerse de miedo. Desde la cima y por las laderas bajaban lenguas de fuego líquido que venían a morir en la urbe. Vulcano, el forjador, se había despertado de su descanso en el interior del volcán. Claudio supuso que Júpiter, rey de todo lo existente, no tardaría en llegar. Así que se incorporó para aguardarlo.
Los ríos de magma engullían las primeras casas. La cabecera de uno de ellos rodeó a Claudio, que sintió un calor que le devoraba el cuerpo. Con los ojos irritados por la ceniza, dedicó una última mirada al Vesubio, donde se esperaba encontrar a los dioses, felices en su banquete, pero solo había fuego y muerte, envuelta en una cortina gris que lo cubría todo. La pared del portal donde se encontraba cedió ante un torrente de lava que había brotado en las alturas, sepultándolo mientras seguía con la mirada clavada en su montaña.
«¡Hoy es el día!», fue su último pensamiento.
Pompeya quedó sepultada.
Gonzalo Vidal
Ganador de la XVIII edición de Excelencia Literaria
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