La selva despertaba progresivamente del sueño nocturno. A lo lejos se percibía el chasquido de las ramas de los árboles, que se partían bajo el peso de algún oso perezoso, mientras el zumbido de los insectos se iba haciendo más intenso. Entre las hojas tupidas rompían los cantos de las aves madrugadoras.
Yaca se pasó la mano que tenía libre por la frente para retirarse el sudor, mientras apoyaba la otra en la vasija que transportaba sobre la cabeza. Inspiró profundamente y con los sentidos alerta. Nunca se cansaba del espectáculo ordinario y a la vez extraordinario de aquel jardín del Edén. Llevaba en el Amazonas la totalidad de sus catorce años de vida. Nunca había salido de aquel paraíso verde.
Acababa de recibir una responsabilidad. A partir de aquella mañana, a primera hora del día, tendría que realizar la tarea encomendada a las niñas que cumplían cierta edad: ir en busca del agua, una gran responsabilidad ya que la vida de la aldea quedaba en sus manos. Estaba orgullosa al comprobar cómo su clan le había depositado una buena dosis de confianza. Desde que le hablaron de aquel encargo la trataban con más respeto. Además, ya no la observaban como a una pequeña, incluso había descubierto a más de un chico cuando la miraba disimuladamente.
Yaca se detuvo, perdiendo el equilibrio. Un largo puente se extendía frente a ella. Bajo las inestables tablas de madera había un abismo de varios metros de profundidad. Nadie sabía quién lo había construido ni cuándo, así que era un dicho común la opinión de que eran <<los dioses>> quienes lo habían colgado de lado a lado para que los mortales pudiesen acceder al agua, ya que al otro lado corría el único riachuelo de agua limpia a muchos kilómetros a la redonda.
El rostro de la chica se empapó de sudor. Aumentó el ritmo de su corazón. Todo se balanceaba con el puente: el cántaro, el suelo, las tablas, ella misma. Sabía que si miraba hacia abajo, podía desmayarse.
Yaca era una chica valiente, pero hasta entonces no había tenido la oportunidad de enfrentarse a grandes alturas. Por eso, cuanto más observaba el penoso estado de aquella frágil construcción, mayores eran sus dudas respecto a los suyos, que no le habían advertido de aquel reto. De pronto entendía por qué desaparecían las «buscadoras de agua»; por qué aquel trabajo pasaba tan rápido de joven a joven.
La indígena intentó controlar los impulsos de su cabeza. Respiró profundamente, rodeada por el zumbido de los mosquitos. Retrocedió unos pasos y observó el puente mientras inspiraba y expiraba.
No se atrevía a cruzarlo. Era incapaz de dar el primer paso.
<<Pero si me doy media vuelta para regresar, la aldea se quedará sin agua>>.
Las pulsaciones de Yaca se aceleraron todavía más.
<<Morirán todos>>, se dijo. <<O yo, o ellos>>.
Tenía que elegir, y rápido.
Carmen Almandoz. Ganadora de la XVI edición de Excelencia Literaria
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