Un vaso con marcas de carmín, colillas en el cenicero. Quise acabar con el tabaco hace tiempo, pero he decidido que sea él quien termine primero conmigo. He sucumbido a los pequeños placeres de la vida. Fumar, comer, beber, satisfacer mi cuerpo cómo y cuando quiera. Sin pensar en nadie, solo en mí y mi beneficio. Mis palabras no tienen filtro. Las escupo sin tapujos ni remordimientos. Nada duele. Vivo en un estado constante de embriaguez emocional en la que desconfío de mi sombra.
Mi reflejo en ese viejo espejo me muestra a una mujer que no ha sabido ser feliz. Me dejé llevar por la corriente, y ahora, casi al final de mi vida, no soy más que un pez cansado incapaz de enfrentarme a mis miedos, a mis egoístas decisiones. Decidí convertirme en lo que no era. Pretendía luchar con armas propias de los hombres, la fuerza física, la imposición, esa maravillosa simpleza de ser práctico en mis decisiones. Lo llevé al extremo. Olvidé cada alma que me iba encontrando en el camino. Renegué esa sensibilidad especial con la que nacemos las mujeres. Cambié mi mirada, dulce y tierna, para no ver el dolor allá donde se posaban mis ojos.
Rechacé cualquier sentimiento asociado a la maternidad. La ternura en las palabras. La empatía en cada pensamiento. Desterré esa caricia oportuna en el llanto desconsolado de un compañero de trabajo al que le acaban de dar la peor de las noticias. Quise pisar fuerte, olvidando lo que me enseñó mi madre. Ese desvelo constante para arropar a quien tiene frío. Renunciar con alegría al último trozo de pastel y disfrutar de la cara de agradecimiento de quien lo tomaría por ti.
Decidí en mi juventud señalar a esas mujeres que se ataron a su familia. Esas que se quedaron sin viajar ni descubrir otros mundos. Aquellas con el pelo descuidado, ojeras de no dormir. Esas que cuando le proponías salir a cenar te decían que no. O esas otras que siempre venían con el pesado de su marido. Como si no tuvieran vida propia. Como si la que no tuviera vida fuera yo por no tener pareja.
Los recuerdos se nublan con lo que pudo ser y no fue. Entonces empiezo a llorar. Lloro amargamente por no haber querido practicar esa naturaleza asombrosa que tenemos las mujeres. Lloro porque cada día fui alejando ese sueño de convertirme en una anciana dulce y cariñosa, con espalda doblada de amor, generosidad y entrega. Lloro por no haber querido ser esa mujer amable y amante capaz de mirar a su alrededor y ver en los demás la belleza de la vida. Cada lágrima inunda la habitación en la que estoy. Me hundo en ellas como un agua salada y helada. Tengo frío y a la vez me arde el pecho. Siento tanto frío que de pronto…, abro los ojos con un hondo respiro. Todo ha sido una pesadilla. Me despierto sudando y totalmente destapada.
Ya no hay lágrimas, pero sí una extraña sensación que me hace pensar. Miro a mi lado, mi marido duerme plácidamente. He viajado en el tiempo con mis sueños. Los peores que pudiera tener. Sin embargo, quiero recordar cada sensación. Cada momento onírico para evitar que suceda. Entro en el despacho, enciendo la suave luz del escritorio y empiezo a escribir este texto recordando cada instante de este relato.
Un mal sueño que sucede en la vida real cuando la mujer olvida que en nosotras hay un poder y una responsabilidad inimaginable de construir los auténticos pilares de la sociedad del bienestar. La mujer actual pretende ser brusca en sus formas y en su fondo. Como buscando romper esas barreras que nos atan a la familia, a la tradición, a lo que fuimos, a los hombres.
Sin embargo, sin ellos, sin los hombres, nuestra humanidad no tiene ningún futuro. De nosotras y del buen entendimiento que tengamos con todos ellos dependerá no solo la vida, sino la forma que tengamos de vivirla.
Sin los hombres, nuestra humanidad no tiene ningún futuro. De nosotras y del buen entendimiento que tengamos con todos ellos dependerá no solo la vida, sino la forma que tengamos de vivirla.
La mujer femenina es en cualquier ámbito la imagen que muchos de nosotros guardamos de nuestra madre y de nuestras abuelas. Aquellas que propiciaron que sepamos tener relaciones personales fuertes y sinceras.
La mujer aporta valentía, ¿cómo sino seríamos capaces de entregar nuestro cuerpo a la vida, a pesar de las complicaciones, dificultades y cambios que experimenta? La mujer es la única capaz de ver en los detalles la más extraordinaria de las bellezas.
No renunciemos nunca a ser mujer. En esa dulzura sincera y falta de bruscalidad está la mayor fortaleza de la naturaleza: una vida feliz.
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