La fiesta de la Asunción de la Virgen, que celebramos el 15 de agosto, es muy apreciada en la piedad popular. Siglos antes de que, en 1950, el papa Pio XII proclamase el dogma de la Asunción de Nuestra Señora, ya el pueblo confesaba ampliamente esta verdad de nuestra fe: un signo es la cantidad de iglesias y parroquias, de siglos pasados, dedicadas a la Asunción de Nuestra Señora.
El cuarto misterio de gloria, la Asunción de la Virgen, nos invita a contemplar el amor de Cristo por su Madre, que no permitió que su cuerpo se corrompiera en el sepulcro. La que sufrió tanto dolor al pie de la cruz no podía dejar de participar en la alegría del triunfo y victoria de su Hijo: Cristo resucitado, asciende a la gloria y arrastra tras de sí a su Madre, asunta al cielo. Nos dice el Concilio: «Terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor, como reina universal con el fin de que se asemejara de forma plena a su Hijo, Señor de señores y vencedor del pecado y de la muerte» (L G, 59). La Madre quiere estar junto al Hijo, la discípula junto al Maestro. Quien le siguió por los caminos de Galilea, tiene el privilegio de seguirle hasta el cielo.
La Madre, glorificada, viva, no se desentiende de nosotros: mirar sus ojos, alienta nuestra fe; oír su corazón palpitante, da calor a nuestra caridad; contemplar sus manos, fortalece nuestra esperanza de alcanzar la meta de estar con ella.
La Virgen de agosto, la glorificación y victoria de la Virgen supone una fuente permanente para nuestra esperanza: la Madre está junto al Hijo y, como Madre nuestra, intercede por nosotros para congregarnos junto a ella. La Iglesia es una gran familia, de la que parte ya está en el cielo y otra aún peregrina en la tierra, pero unida íntimamente en comunión para celebrar un único culto a Dios: es lo que llamamos «la comunión de los santos». La morada definitiva del hombre no peregrinar por la tierra sin meta ni término, sino vivir nuestra propia asunción: ser atraídos por el amor de Dios que, escuchando los ruegos del Hijo, se complace en que en donde esté el Hijo Unigénito estén también los hijos de adopción, que donde está el Maestro estén también sus discípulos (Cf. Jn 17,24).
En estos momentos que vivimos de oscuridad y de sufrimiento de la humanidad, esta fiesta nos invita a alzar la mirada a la Virgen nuestra Madre, asunta al cielo, consuelo de la humanidad. La Madre, glorificada, viva, no se desentiende de nosotros: mirar sus ojos, alienta nuestra fe; oír su corazón palpitante, da calor a nuestra caridad; contemplar sus manos, fortalece nuestra esperanza de alcanzar la meta de estar con ella.
En muchos lugares se considera la fiesta de la Virgen, por antonomasia. En torno a esta fecha de agosto, en la mayoría de nuestros pueblos se celebra alguna fiesta que tiene la fuerza de congregar a sus hijos dispersos, en torno a una advocación de María, que se reviste de múltiples nombres impuestos por la devoción, la tradición y el cariño, y a la que invocan como patrona; a veces, imponiendo, incluso, su nombre a sus nuevas hijas. Hay muchos nombres de mujer que remiten a un pueblo concreto.
En la Asunción, María toca el cielo. Pero no se desentiende de la tierra. El amor de María por sus hijos, peregrinos en esta tierra, contribuye a fortalecer en nosotros el amor a la Iglesia, ya que nos hace sentir más profundamente los lazos que nos unen a todos los creyentes y percibir la acción de la Iglesia en el mundo como continuación de la solicitud maternal de María.
Meditemos la Oración colecta de la fiesta de la Asunción: «Dios todopoderoso y eterno, que has elevado en cuerpo y alma a la gloria del cielo a la Inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo, concédenos que, aspirando siempre a las realidades divinas, lleguemos a participar con ella de su misma gloria. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén».
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