Ocupamos un lugar privilegiado en el universo, pero nuestra capacidad de conocer y de querer no se sacia con nada finito, tenemos la capacidad de trascender. La capacidad de actuar de acuerdo a la autoconciencia de mi grandeza y de la dignidad de la persona es la magnanimidad.
Podemos definir la magnanimidad –magna anima– como alma grande o grandeza del alma. Según Aristóteles “es la característica de las almas que aspiran a lo óptimo, a las cosas superiores”. Tomás de Aquino se refería a ella como “la extensión del alma a las cosas grandes”.
Llegados a este punto podemos plantearnos ¿y qué es lo verdaderamente grande? La grandeza interior, es decir, el esplendor intrínseco a la misma virtud. La grandeza de las personas está dibujada en sus corazones, en su capacidad para darse a los demás a través de actos de bondad. Séneca definía la magnanimidad como “la más hermosa, la más excelsa de las virtudes que un hombre puede tener”, ya que el que la posee, no busca la grandeza solo para sí mismo sino también para los demás.
¿Puede ser que la magnanimidad esté en crisis? La extraña mezcla de individualismo y colectivismo de nuestra sociedad moderna nos facilita ser pusilánimes. Pusilla anima, alma pequeña. Condena a la mediocridad al alma llamada a hacer cosas grandes. Es fácil no tener un ideal. Las cosas están de una manera que defender las fronteras de mi propio ego ya es mucho.
La magnanimidad es una virtud que no puede vivir sin las demás virtudes pero que, a su vez, las acrecienta. Por ejemplo, la caridad nos ubica en el afán de servicio y buena convivencia con los demás; la magnanimidad busca que los demás hagan cosas grandes, y se alegra con ellos. La esperanza es el deseo de un bien futuro, difícil, pero posible de alcanzar; la magnanimidad mueve a la conquista de lo complejo, anima a emprender. La humildad es la virtud que consiste en conocer las propias limitaciones. La magnanimidad hace que el hombre se considere digno de grandes cosas, pero sabe que no los puede alcanzar por sí solo, que necesita a los demás y debe confiar en ellos.
Para Alexandre Havard, autor del libro “Virtuous Leadership: An Agenda for Personal Excellence”, para adquirir esa virtud de la magnanimidad que caracteriza a los verdaderos líderes, hay tres pasos muy importantes que se deben afrontar. En primer lugar, hay que conocer los propios talentos y saber en qué somos buenos. Por otro lado, hay que actuar sin tener miedo de cometer errores. Y, por último, hay que decidir a qué personas debo dedicar tiempo, quienes son los autores que me aportan la grandeza de obrar pensando en los demás.
Si un gran líder empresarial es magnánimo, se consigue una compañía que actúe con sus empleados y clientes de acuerdo a la originalidad, grandeza y dignidad de cada uno de ellos.
Según los expertos, un líder virtuoso no es aquel que tiene las mejores destrezas sobre un área, sino aquel que es capaz de predicar con el ejemplo. Es, quizá, el más alto grado que un directivo puede alcanzar, porque este liderazgo no es un rango o un cargo, sino una forma de vida.
Son líderes capaces de desafiarse a sí mismos e inspirar a quienes los rodean para tener grandeza interior. Son personas que viven sus vidas y dirigen sus empresas con integridad moral y responsabilidad social y tienen muy claro que dirigir con valor tiene un efecto real en sus empresas. Encienden corazones e impulsan aspiraciones nobles, de forma que alcanzan la grandeza personal desarrollando esa grandeza en otras personas. Este tipo de liderazgo no es exclusivo, no es para una élite, es un liderazgo de servicio.
Nuestra cultura actual considera la actitud de servicio con desprecio cuando realmente es uno de los actos más nobles. Havard, en una entrevista, recordó como en Japón al “servidor” se le daba el bonito nombre de “samurái”. Hoy en día, cuando hablamos de servicio pensamos en servicios comerciales, en servicios que uno paga.
La definición de objetivos no basta para que las compañías sean sostenibles, aunque persigan fines buenos y el entorno les sea favorable. Lo que las llevará a la sostenibilidad será el liderazgo virtuoso que ejerzan las personas que las dirigen. El liderazgo no sólo es cuestión de cuántos conocimientos posean o lo experto que se sea en determinadas áreas, sino que también es cuestión de conducta, es decir del comportamiento que se manifiesta en la práctica.
Sólo cuando la conducta está cimentada sobre las virtudes, el directivo tiene una mayor inclinación a hacer lo correcto, escoger el bien, tratar a los demás respetando su dignidad, y así motivar al resto del equipo a que contribuyan con la consecución de los objetivos de la empresa.
Por supuesto, este tipo de liderazgo se puede extrapolar no solo al ámbito de la dirección empresarial sino también al núcleo familiar, a una red de amigos y a cualquier otro rol dentro de la sociedad, ya que el corazón hace al líder.
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