Me reconforta que, a pesar de todas las crisis, los ERTE y la incertidumbre siga habiendo escritores que publiquen. Me esperanza que la literatura siga respirando. Busco las novedades con voracidad, no sólo por la pasión que me mueve sino por asegurarme de que aún queda vida más allá de la mentira absoluta y del circo mediático.
Tomás Nevinson de Javier Marías, El Viaje de las palabras de Clara Usón o Los abismos de Pilar Quintana, reposan ya en mi mesilla. Estoy al cabo de la calle de todo lo que publica Volcano, una editorial con una impronta única, que está logrando concentrar voces que nos trasladan visiones de la naturaleza tan profundas como entretenidas y actuales.
Estamos hechos de tiempo, pero ese mismo tiempo que atravesamos, nos atraviesa, deja huellas en la memoria y en el alma. No es fácil habitar los sesenta segundos de un minuto, ser conscientes de las huellas, pero leer nos lo demanda y por ello nos ancla al presente y reivindica la memoria.
Los ratos de lectura de una ficción, se tejen con el paisaje interior que le otorgamos a la historia y con los días en que nos detuvimos, libro en mano, a sumergirnos en él. Ese tapiz de tiempo, ficción y realidad no es una impresión pasajera, se queda con nosotros, nos conforma.
En todo caso, pienso que las palabras nos hacen libres, nos ayudan a pensar, a expresar lo que pensamos y lo que sentimos. Las palabras son los puentes y también el agua que fluye.
Mi relación con la poesía es diferente. Leo mucha y de forma desordenada, como un acto de rebelión. Lo hago como quien se toma una copa, un chute de versos, algo fuerte que me remueva, que me despierte o me haga respirar profundo. Hay por la casa pilas de poemarios aquí y allá, listos para ser abiertos y tirarse dentro. Suelo buscar una imagen, un grito, algo que lata y sangre y que no tenga vergüenza de ninguna clase. La poesía ofrece sanación inmediata y no precisa el tiempo de la novela.
En todo caso, pienso que las palabras nos hacen libres, nos ayudan a pensar, a expresar lo que pensamos y lo que sentimos. Las palabras son los puentes y también el agua que fluye.
Dice Salman Rushdie que una sociedad libre es una sociedad en la que florecen mil flores, en la que hablan mil y una voces. Una idea sencilla y grandiosa. La libertad a través de las palabras y con las palabras. El respeto profundo a esas voces.
Mis padres me inculcaron desde niña el amor por la literatura. En la casa de la calle Arquitecto Torbado, en León, donde viví mis primeros años, me aficioné a la lectura. Mi padre me llevaba a las librerías con él y pasábamos allí las tardes de invierno cuando el frío era cortante y lo más apetecible era asomarse al mundo de los libros y comprar cucuruchos de castañas asadas bien calientes.
En cuanto aprendí a garabatear las primeras frases empecé a escribir pequeñas ficciones. La lengua era un refugio y una forma misteriosa de habitar mi vida sin estar del todo en ella. No porque mi vida fuese miserable, muy al contrario, sino porque acababa de descubrir que escribir era como viajar en el tiempo y en el espacio. Esta sensación era, y sigue siendo, inigualable.
Estudiar derecho fue una decisión práctica ya que la literatura como profesión parecía una garantía de vivir miserablemente. Pero la carrera solo me reafirmó en mi vocación literaria a la que he ido dando forma poco a poco, intentando hacerla compatible con otras labores, hasta que escribir ha podido más. Escribir y darme cuenta de que, en mi caso, preciso todo el tiempo para poder hacerlo bien y con el amor que merece. Así que me he comprometido con la literatura, con los libros y con las letras. Ha sido ahora, durante la pandemia, cuando mi historia de amor ha llegado a este punto. Quizá sea porque me he dado cuenta de lo poco (materialmente hablando) que se necesita en esta vida para ser feliz, o quizá porque como Proust dijo “solo se ama lo que no se posee del todo” y este amor es una mezcla infalible de libertad y alas.
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