No soy persona de mercadillos, de curiosear de puesto en puesto, especialmente en aquellos que venden incienso de humo pegajoso, de pararme ante tenderetes con camisetas falsificadas de los dos o tres equipos que suelen dominar la liga de fútbol, de husmear barracas con ofertas de ropa usada, de admirar artesanías que comunican energías positivas, que relajan, que te hacen viajar por el arco astral (¡quita, quita, quita tanta memez!), de antigüedades que no son sino cosas viejas que manchan de roña, de bisuterías y baratijas, de juguetes manufacturados en el imperio del plástico, de zapatos de todas las tallas, formas y materiales («¡Todo piel, señora… todo piel!», se desgañita la vendedora mientras exhibe una bota todo goma, señora, todo goma), de muestrarios de ropa interior para elefantes y elefantas («¡Tengo tangas de todas las tallas…! ¡El tanga bonito! ¡El tanga elegante! ¡El tanga-tanga que me lo quitan de las manos!…», vocea el señor de los tangas entre una cortina de sujetadores y fajas), de libros de quinta mano, usados, sobados, desencuadernados… resto de colecciones, ventas al por mayor de casas que se quitan después de enterrar a su anciano residente, de saldos que curiosean cientos de ojos entre calzoncillos y sudaderas, antiguallas e imitaciones.
Sin embargo, a aquellos a los que en ocasiones nos bullen las ínfulas de pasar a la posteridad por nuestra ridícula aportación al parnaso de las letras (vanidad de vanidades que arrastramos como piedras en el gabán), nos viene de perlas pasar por un mercadillo y, más aún, husmear en los puestos de libros de viejo, donde es fácil hallar una de tus novelas, dedicada incluso, como regreso forzado a la realidad de que las palabras que enhebramos no merecen otro destino que el saco de un trapero.
Prometo que lo de la novela dedicada fue tal cual. Además, con un autógrafo bien trabajado para que el lector que tuvo el detalle de solicitarme unas palabras de mi puño y letra se fuera satisfecho, con la sensación de que éramos amigos de toda la vida. La encontré y sentí un golpe en el corazón. El libro se me antojó un náufrago al vaivén de un tenderete que estaba colmado de obras completas en papel de biblia, editadas a doble columna, y de autobiografías de hombres y mujeres que en su día fueron algo y que hoy son la oferta de llevarse dos por uno, cuatro por dos, ocho por cuatro… a tres euros y medio el paquete, y con mi novela a modo de regalo de la casa.
Lo de las autobiografías me asombra. No me refiero a las memorias de Churchill, imponentes, ni del “Juan Belmonte, matador de toros” bajo la firma de Chávez Nogales, ni de “La arboleda perdida”, con las medio verdades y las medio mentiras de Rafael Alberti. Me asombra la hoguera de las vanidades de tantos personajes que estaban de paso, quiero decir, de personajes que en su día coparon la actualidad, pero cuyo nombre apenas les suena a las nuevas generaciones.
Reconozco que soy malo, porque de entre todas esas memorias de saldillo, me regocijo con las de algunos políticos, sobre todo las de aquellos que se besaron a sí mismos en la foto de portada (la mirada profunda, el gesto convincente, la mano que sujeta la barbilla, el fondo neutro…), y que se atribuyeron la autoría de su confesión a corazón abierto, páginas y más páginas de nada o de medio nada, redactadas por algún obediente escribano que no podía controlar sus bostezos al escribir los que, según el personaje, eran los párrafos más apasionantes de cada capítulo. Me solazan porque son, en el desorden de las mesas de mercadillo repletas de lomos de todas las tonalidades, los ejemplares que mejor se conservan, lo que me malicia que sus primeros y segundos propietarios no fueron capaces de pasar de la página veintitrés.
En sus autobiografías, los políticos patrios hacen esfuerzos por hacernos deudores de su contribución a la prosperidad de nuestra nación (también les debemos, pero sus libros no lo recogen, vivir bajo el azote de los impuestos con los que pagamos sus sueldos y regalías, el beneficio de sus puertas giratorias, la imposición de leyes de parte y tantas otras mandangas). Son los suyos un compendio de páginas y más páginas de blablablá, con el que se esfuerzan en demostrar que nunca rompieron un plato y que tendríamos que dar las gracias a los dioses por habérnoslos puesto en nuestro camino.
No soy persona de mercadillo porque en los productos que en ellos se ofrece no existe la jerarquía. Lo mismo da la camiseta del Barcelona que las memorias de José Bono; el tanga azulón que las confesiones del presidente Rajoy; la barrita de incienso con aroma a hada del bosque que mi novela dedicada; la corneta herrumbrosa de cartero que las reflexiones de ZP cuando veía amanecer desde las cristaleras de la Moncloa; el perrito saltarín a pilas –al que se le encienden unos espantosos ojos rojos entre cabriola y cabriola– que el tostón elaborado por un negro y atribuido a Pedro Sánchez, que en la portada aparece retocado para que no se le noten los cráteres del acné.
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