Paraíso es una de esas cintas que hay que descubrir. Una película que no destrozará taquillas. Una cinta que pasará de puntillas por unas cuantas salas, permanecerá solo un par de semanas y se retirará en silencio rodeada del anonimato. Pero antes de ocultarse definitivamente en las páginas de una plataforma digital, habrá hecho reflexionar a un puñado de espectadores selectos, habrá tocado los corazones de algunos a los que no les da miedo enfrentarse a una película rusa y habrá extasiado a ese minoritario público que va buscando arte… en el séptimo arte.
Por eso, Paraíso es una de esas películas que reconcilian al crítico con su profesión. Una de esas historias que puedes hacer descubrir al pequeño público –ya hemos quedado en que nunca será un gran público- después de descubrirla tú mismo. Es lo que pensé al contemplar hechizada una película que, reconozco, no tenía especiales ganas de ver: no sé si porque era larga, porque era extraña, porque era rusa, porque era en blanco y negro, porque hablaba de la II guerra mundial, de nuevo… O por todas esas razones a la vez… La realidad es que empecé sin ganas y terminé convencida de que había que escribir de esta película larga, extraña y rusa.
Paraíso habla del Edén que algunos alemanes creían construir en 1945 y que convirtió en infierno la vida de millones de personas. La acción transcurre al final de la II Guerra Mundial y tiene como protagonistas a una bella y elegante aristócrata rusa, miembro de la Resistencia Francesa, a un funcionario francés colaboracionista y dispuesto a seducir a la aristócrata y a un alto oficial de las SS; un alemán joven y atractivo que se enamora de la mujer rusa. El hilo conductor de la película está tejido por las declaraciones de estos tres personajes ante un juicio que no parece ser de esta Tierra. ¿Dios? ¿La Historia? ¿La propia conciencia?… En cualquier caso, la película explora las razones morales que llevan a cada personaje a actuar de una determinada manera. El juicio se deja al espectador que, durante 130 minutos, va construyendo un relato complejo y poliédrico que termina de una forma soberbia, con la apelación de uno de los personajes –esta vez sí, clara, rotunda y muy emotiva– al dictamen y la misericordia de Dios.
El veterano cineasta ruso Andréi Konchalovski, que tiene a sus espaldas una larga filmografía y el indudable mérito de haber trabajado con Andréi ganó un merecido León de Oro en la pasada edición del Festival de Venecia por su trabajo de dirección en esta película.
Merecido porque no es fácil poner en pie este seco y adusto drama. Estamos ante una película dura en la que no se nos ahorran ni los campos de concentración, ni la violencia, ni el sufrimiento de los niños. Una cinta en la que podemos reconocer numerosas referencias históricas que el cine ha hecho grabar en nuestras memorias y en nuestras retinas. Porque no podemos olvidar que muchos conocemos las atrocidades de los campos de concentración gracias precisamente a una amplia filmografía que ha reconstruido esa penosa etapa de la Historia.
Pero estamos también ante una película visualmente muy interesante; tanto por su fotografía, en blanco y negro, como por el modo de rodar, especialmente las sucesivas declaraciones de los personajes que se construyen con planos fijos sencillos y con miradas a cámara. Un recurso que nos acerca radicalmente a los protagonistas y que, en cierto modo, los desnuda ante el espectador.
De todas formas, el gran valor de Paraíso es un discurso que conecta directamente con la obra de Hannah Arendt y su reflexión sobre la banalidad del mal. Paraíso es una película que no habla de buenos y malos, habla más bien de personajes que piensan, que dudan, que yerran, que preguntan a su conciencia y se levantan y piden perdón y se arriesgan y de otros que también dudan y también yerran pero, pasado un tiempo, dejan de pensar y de preguntarse, adormecen su conciencia, se refugian en la masa, en la costumbre e incluso en la ley o en la norma. Quizás no eran malos, eran simplemente banales. Una banalidad que causó millones de muertes.
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