Pronto celebraremos la nochebuena, una noche que trae luz y calor a nuestros hogares. Una tradición entrañable y familiar, que nos transporta a los mejores recuerdos de la infancia. Por ello, las sensibilidades en estas fechas se hacen más presentes: recordamos las experiencias vividas y añoramos la presencia de las personas que ya celebran la Navidad allá en el cielo, contemplando cara a cara el rostro luminoso de Dios. Ellos, asomándose al balcón de la eternidad, se invitan en esta noche y nos acompañan en la adoración en la tierra del misterio de Dios hecho Niño.
Nos desearemos, a lo largo de estos días: ¡Felices Pascuas! Nos revestiremos de mejores sentimientos, de emociones más a flor de piel: seremos un poco más buenos en Navidad. ¿Pero es esto todo? Ciertamente que es un ambiente hermoso, pero la Navidad no es solo un estado de ánimo en el que refugiarse ilusionado. Es ante todo, la celebración de un acontecimiento verdadero, que sucedió hace siglos y puede suceder hoy en mí si miro con ojos de fe el Misterio de Belén: el nacimiento del Hijo de Dios, que con su luz desplaza las tinieblas de nuestra noche.
Esta Navidad la viviremos en unas circunstancias especiales: quizás, no podamos reunirnos, todos, junto a la mesa familiar; a lo mejor, nos falten los tiernos abrazos de los abuelos o las alegres sonrisas de los más pequeños; las miradas cómplices de los esposos, es posible que estén teñidas de preocupación; y los corazones de los jóvenes, más familiares que otros años, presos de un cariño ausente. Pero la Navidad no puede ser secuestrada.
Si la Navidad pasa desapercibida, caeríamos en la tiranía de lo cotidiano: no sucede nada, hoy es como ayer y será como mañana. El mundo giraría sobre sí mismo en una interminable rueda de repeticiones… ni origen ni futuro, todo es puro azar… angustia por un incierto porvenir. Y entonces, el amor y la amistad, los proyectos y la ilusión tendrían fecha de caducidad como un producto más: morirían con nosotros o se desvanecerían con nuestra desilusión, como la nieve en la playa. Pero la Navidad, esta especial Navidad en este año de pandemia, viene a decirnos que no: que no es un día cualquiera… ¡es un hermoso día de fiesta!
Desde aquella noche de Belén no todos los días son iguales, ni todo gira sobre sí mismo. Al nacer este Niño, Dios ha superado las barreras del tiempo y del espacio: cada uno de nosotros, si le acogemos como niños, romperemos el tiempo vigilado por la alarma de la caducidad y soñaremos con la eternidad; saltaremos el espacio confinado de la tierra en las alas de la esperanza, con el anhelo de un cielo que nos ofrece una fiesta sin fin. La Navidad, aunque la celebremos encerrados, nos abre bellos horizontes.
Este es el motivo de los sentimientos que nos embargan, de las emociones que nos consuelan: porque El Niño Dios está entre nosotros, podemos desearnos la paz y soñar una fraternidad universal, una amistad social cuya riqueza alcance a las necesidades de todos; podemos aguardar un mundo sin fronteras en el que los mares no sean fosas comunes. Pero las mejores aspiraciones del ser humano, nos sobrepasan. Si Dios no lo hace, nuestros esfuerzos se desvanecen como juegos artificiales de feria.
Al nacer este Niño, Dios ha superado las barreras del tiempo y del espacio: cada uno de nosotros, si le acogemos como niños, romperemos el tiempo vigilado por la alarma de la caducidad y soñaremos con la eternidad; saltaremos el espacio confinado de la tierra en las alas de la esperanza, con el anhelo de un cielo que nos ofrece una fiesta sin fin.
El hombre no aspira ser feliz solo una noche, desea ardientemente vivir feliz eternamente. En Navidad, el amor expulsa el miedo y regala la eternidad: amar a alguien es decirle tú no puedes morir. Dios baja a decirnos que nos ama… que ha escogido nuestro corazón como su mejor posada y se ofrece como camino para que nosotros subamos hasta lo más alto de su Amor, libres de la esclavitud del tiempo y del espacio.
La Navidad es una luz que ha brillado en la tiniebla dice el profeta. En Navidad las estrellas bajan a la tierra. Si acogemos la sorpresa de la Navidad, también nosotros seremos pequeños puntitos de luz, que alumbran a nuestro alrededor: en el seno familiar, en la intimidad de los esposos, en la ardua lucha por acompañar a los más jóvenes en sus proyectos, o a los más ancianos en su acuciante debilidad.
La Navidad es un banquete de manjares suculentos, invita el profeta. Si nos sentamos a la mesa familiar unidos por el corazón, se rompen las ausencias y caben todos los comensales. Dios en la cena virtual de esta Navidad adelanta el milagro de Caná: urgido por el amor de su Madre se invita a nuestra mesa y nos trae el mejor vino. Gocémonos en tan hermosa y tierna compañía. Junto a María y José, contemplemos la grandeza de este Misterio: Dios hecho hombre y nosotros «hechos dioses», porque somos sus hijos: ¡Que nadie ni nada, nos robe la alegría!
En Navidad, todo es gracia, todo es regalo del amor infinito y poderoso de Dios: inundémonos de sentimientos de paz y de alegría, emociones y lágrimas de júbilo y de encuentros… pero no olvidemos la fuente de la que manan, que no es otra que el acontecimiento que celebramos: Dios se ha hecho Niño como nosotros y nos mira sonriente y espera nuestra sonrisa. Dios nos abraza en Navidad y nos envuelve en su infinito Amor.
Pero la alegría nunca camina sola. La noche de Belén aguarda ya la noche de Pascua: la Navidad no es poesía o romanticismo pueril sino la «profesión de fe» de que Dios ha nacido, ha muerto y ha resucitado. La Navidad es también anuncio de dolor, sufrimiento y muerte, como todo en lo humano. Pero la Navidad nos susurra que es Dios quien dice la última palabra en el drama de la historia. Cada Navidad, la Palabra de Dios, hecha carne nos susurra como una confidencia: te amo, eres mío, tú no puedes perderte para siempre; te esperaba desde el principio, te cuido en tu camino y te aguardaré al final. Desde la primera Navidad, el tiempo se mide con horas de eternidad porque Dios está con nosotros.
La noche de Belén aguarda ya la noche de Pascua: la Navidad no es poesía o romanticismo pueril sino la «profesión de fe» de que Dios ha nacido, ha muerto y ha resucitado.
Recojamos en su suspiro nuestros sentimientos, contengamos las emociones y oigamos, de nuevo, el anuncio del ángel a los asombrados pastores: ¡No temáis! En la ciudad de Belén os ha nacido un Salvador. Corramos también nosotros, sin salir de casa, como pastores invitados y con una ardiente profesión de fe, a adorar al Niño ante el belén familiar y orar en silencio: ¡Gracias, Dios mío, por haber venido. Ya nada es igual. Tú eres de los nuestros… y yo soy tuyo! La Navidad, siempre y a pesar del tiempo, nos hace eternos.
¡Feliz Navidad!
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