Hace unos días falleció mi abuelo. Una de las últimas conversaciones que tuve con él la guardo en el corazón. Mientras merendábamos, me dijo: «Para que cualquier relación humana funcione, y más aún un matrimonio, es necesario pedir perdón y saber perdonar». Mis abuelos estuvieron casados casi setenta años gracias a esa forma de cuidar su amor.
Es evidente que nadie es perfecto, y por eso, nada de lo que hacemos es siempre perfecto. Por eso, cuando amamos, amamos imperfectamente. Vi a mis abuelos quererse muchísimo, para cada uno, el otro era su vida. Pero también les vi pasar momentos de sufrimiento, de perdón incondicional, de caídas y de muchas alegrías.
Es cierto que en ocasiones una ofensa puede tardar mucho en curar, pero también es cierto que el amor cubre multitud de faltas (Proverbios 10:12). Cuando mi abuelo me dio aquel consejo, inmediatamente supe que era uno de los mejores que me habían dado. En el fondo, no significa otra cosa que reconocer la debilidad del otro y la propia, ser consciente de que no puedo exigir la perfección de aquel a quien tengo enfrente, ni erigirme en su juez. Significa actuar como el mismo Jesucristo actuaba, perdonando hasta setenta veces siete. Y también actuar como los apóstoles, pidiendo perdón esas setenta veces siete. Significa poner todo mi cariño en cada cosa que hago, porque como decía Tolkien, son los pequeños actos de cada día, los de la gente corriente, los que mantienen el mal a raya. En el día a día no se nos exige heroicidad. En el día a día se nos exige todo el amor que podamos dar.
Nuestro amor es débil, pero también es precioso. Es un amor humano que crece cuanto más cuidado es. Por eso mis abuelos se querían más al final de su vida que cuando eran novios. Porque habían cuidado el amor todos los días, se había expandido hacia sus hijos, hacia sus amigos, hacia sus nietos. Pero también era un amor fundado en el amor de Dios. Porque nuestro amor es débil, pero el Suyo no lo es. En nuestra debilidad se perfecciona Su fuerza, como dice San Pablo.
De ahí que el Señor haya querido hacer Su presencia entre nosotros aún más evidente. Nos ha dejado su huella: los Sacramentos. Por eso un amor fundado en el matrimonio tiene una gran fuerza, porque cuenta con Su Gracia. Y por eso un sacerdote se consagra a través de la Ordenación Sacerdotal, porque Dios promete acompañarle en su misión cada día. El Señor perfecciona nuestras imperfecciones, nos ayuda a tener detalles cuando no nos apetece, arregla nuestros errores. Como Él mismo le decía a la beata Gabrielle Bossis «Yo reparo cuanto me piden que repare».
Por eso la mejor forma de cuidar el amor cotidiano es precisamente la oración. Como decían los grandes santos, si quieres amar a alguien reza por él. En la oración se aprende a querer, porque ya Santa Teresa decía que es un diálogo con quien sabemos que nos ama. Si Dios es amor, ¿Quién mejor que Él para enseñarnos a amar? Es a través de nuestra unión con Él como podemos ir descubriendo esos pequeños detalles de cariño que se materializan en el día a día: desde preparar al otro su comida favorita o darle un abrazo cuando se ha derrumbado, hasta tener paciencia cuando nos ha ofendido y humildad cuando somos nosotros quienes hemos errado. Él ha prometido que está con nosotros hasta el fin del mundo. En lo grande y en lo pequeño. Sólo hay que confiarle todo.
Artículo publicado anteriormente en Jóvenes Católicos
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