Ayer Meta suspendió mis cuatro cuentas de Facebook. Me enteré antes de ir a la cama, mirando furtivamente mis correos. Estamos en el medio de unas obras en casa y tengo problemas más grandes ahora mismo que este. Por cierto, si conocen a un buen albañil para alicatar, les ruego contacten conmigo. Pensé, “bueno, si es verdad, me da igual, total Facebook es una red obsoleta.” “¿Qué pasa mamá?”, me pregunta Juliette. “Nada, hija, mañana será otro día, vamos a dormir, buenas noches”.
Esta mañana, intenté entrar en Facebook para darme cuenta de que mis cuatro redes estaban realmente suspendidas. En las tres cuentas «comerciales», me informan que ha infringido las reglas comunitarias y me invita a «Ver la regla» que he infringido. Hago click en Ver regla, y leo lo que sigue.
Enseguida pienso en la noticia que había compartido del COVID publicada por el Washington Post en 2023. ¿Os acordáis de esa noticia que contemplaba la posibilidad de que el virus hubiese salido del laboratorio de Wuhan? Pues Meta me la censuró entonces. Es que claro, si hay 3 jirafas en la Plaza del Sol en Madrid, el primer lugar en el que se nos debería ocurrir llamar es el zoo de Madrid para preguntar si les faltan 3 jirajas. No es por nada, es que solemos encontrar las jirafas en los zoos. Solo por eso. Puro sentido común, vamos, nada mal pensado, raro o ideológico. “Pero si hace años de eso», pienso, «los algoritmos no pueden tener tanto rencor”.
Entre llamada y llamada por las obras acerca de la griferia del baño y del radiador de toalla, me pongo a reflexionar acerca de las características de cada una de mis cuatro cuentas de Facebook. En una comparto citas de Montessori (“Si Montessori levantará la cabeza”). En la segunda, que abrimos hace dos meses, compartimos unas pocas fotos de la inauguración del Posgrado en Educación Clásica de mi Fundación (“Fundación CLE”). La otra casi no está activa (“Educar en el asombro”) y remite a la mía. En la mía («Catherine L’Ecuyer«), comparto contenidos críticos con la educación actual y con el uso de las tecnologías en la infancia y en la educación. «¿Me censurará una empresa tecnológica por compartir contenidos críticos con su modelo de negocio?», me pregunto. «¿O serán unos matones que están en el proceso de llevar a cabo una purga ideológica porque no les gusta todo lo que se denomina “clásico”?»
Me siento tranquila, casi aliviada. Pues a mí también se me queja algún hijo algunas veces porque veo las redes delante de él. Y pienso “pues bien, una red menos”. También es verdad que solo hago un uso profesional de las redes sociales, que en verano las veo poco, que no cuelgo cosas personales, ni me paso horas viendo la vida de los demás. Y muchos de los contenidos los cuelga una persona que trabaja conmigo. Pero bueno, “menos tiempo en redes, mejor para la vida familiar”, pienso. Llego a celebrarlo. Al medio día, tras el restablecimiento sin explicación de las cuentas y la difusión de la noticia en la plataforma Éxito Educativo, en el medio del polvo de las rozas y del pago de la factura al fontanero, me empienzan a llegar mensajes de amigos y personas conocidas, dándome la enhorabuena por la censura. Me extraño. Es cuando me doy cuenta y pienso: “Vale, eso no es una lucha de Catherine L’Ecuyer contra Meta por haberme quedado sin voz en una red obsoleta, ¡eso es una lucha por la democracia, la libertad de expresión y por la presunción de inocencia, pilares fundamentales del estado de derecho!”
Soy abogado, mi padre es jurista en derecho constitucional. En mi casa, la separación de los poderes y las garantías democráticas (libertad de expresión, derecho a la libre asociación, presunción de inocencia, etc.) eran una asignatura cuando tenía 12 años a la hora de cenar en casa. Desde pequeña, entendí que los medios de comunicación son el cuarto poder. Y las redes ya son medio de comunicación, porque permiten o no dar visibilidad a las noticias y a lo que pensamos de las noticias de los medios de comunicación. Eso va en serio. ¿Qué pasa si nos acostumbramos a la censura y a la presunción de culpabilidad y lo normalizamos? Ahora me dedico a la educación, pero es que la censura tiene mucho que ver con la mala educación, con la educación conductista que llevo años desmontando desde que salió Educar en el asombro. No hay nada más “conductista” que la censura. ¿Por qué? Pues si se supone que la persona no tiene una naturaleza racional que la capacita, con la ayuda del que sabe (un maestro), para el reconocimiento de lo que es cierto, entonces necesita ser tutelada eternamente en lo que vale o no la pena ser leído. La censura implica que la jerarquía es la única fuente de reconocimiento de la verdad, asume que la persona es incapaz de comprender el contexto, incluso le impide intentarlo, emitiendo veredictos definitivos en asuntos que deberían considerarse provisionales a la espera de tener toda la información. Hace varios años que Facebook contrata especialistas en reconocimiento de la credibilidad de noticias. Sí, sí, gente que va con sus filtros ideológicos y decide lo que tú y yo podemos ver y no por “nuestro bien”. En serio, y no es noticia falsa. En definitiva, no hay más conductista y menos clásico que la censura.
¿Por qué es mala idea censurar? La censura debilita el instinto por medio del cual el maestro interior del que hablaba San Agustín permite reconocer lo que es cierto y lo que no. Al maestro interior, necesitamos darle cuerda, no ahogarle. Si le ahogamos, será más fácil que nos traten como si fuésemos burros, y puede que acabemos comportándonos cómo tal. Muy difícil de entender, no es.
En cualquier caso, será difícil convertir a una persona pensante en burro. Como decía Georges Orwell, «pueden forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer. Dentro de ti no pueden entrar nunca». Si no hay reconocimiento interior y personal de la verdad, no hay aprendizaje. Ese reconocimiento no es un proceso cómodo, el autor de 1984 decía que ver lo que tenemos delante de nuestras narices requiere una lucha constante. El mundo de la censura, en cambio, es fácil, pasivo y sin matices: es el mundo binario del falso o verdadero. La realidad es más compleja; la sabiduría se encuentra en los matices y la investigación honesta en la generación de hipótesis abiertas. La sana duda es la cualidad imprescindible de los sabios, no solemos encontrarla en los fanáticos.
Sustituyendo al juicio mental humano, la censura le adormece, haciéndole reaccionar cada vez más como los algoritmos que censuran, hacia la ignorancia o el fanatismo. El ignorante es manipulable, tiene lo que Orwell llamaba «la mentalidad de gramófono»: le gusta el disco que está sonando, cual sea el que suene. Luego está el fanático. Al ver una foto, un logo de partido o un nombre de diario, enseguida se pone en marcha el algoritmo mental en el que ha estado entrenado, solo encaja la noticia en sus estrechas categorías mentales. Quien es incapaz de leer a alguien con el que discrepa, quien siente la necesidad constante de alinearse con la narrativa oficial de un grupo concreto al que defiende de forma incondicional, no es que esté convencido de lo suyo, es que ha renunciado a ser persona a favor del colectivo. ¿Os acordáis de cuando teníamos personalidades en vez de tener identidades? Como es lógico, cada persona tiene una percepción distinta del universo, y estar convencida de esa visión no es algo peyorativo; el fanatismo reside en no aceptar que pueda haber personas que vivan en universos distintos al nuestro y querer acallarlos controlando sus pensamientos.
Ningún algoritmo debería servir de muleta a la capacidad de discernir y juzgar con prudencia o sustituirse a lo que caracteriza el ser humano: su naturaleza racional, su apertura a la realidad, su deseo de conocer. La forma adecuada de luchar contra las noticias falsas no es la censura, es proporcionando más conocimiento, educación, rigor y contexto. La educación consiste precisamente en la transmisión del contexto, algo que no puede ocurrir en un mundo descontextualizado como es el de Internet. Por ese motivo, la mejor preparación de nuestros jóvenes para el mundo online es el mundo offline. Y las herramientas que nos proporciona la democrática ante la mentira son la información y la educación (para corregir el error), la vía judicial (para la difamación, la calumnia o los atentados a la seguridad), la indiferencia (cuando lo que se ha dicho es una impertinencia) y la réplica argumentada (cuando el interlocutor es honesto y abierto al diálogo).
Si la libertad de expresión y de prensa solo se contemplan en términos de desorden y desenfreno, entonces habrá que instaurar un ministerio de la verdad, que controle todo lo que se dice repartiendo sellos de Nihil Obstat. Y luego habrá que proveer al régimen un cuerpo policial para arrestar a los que difunden narrativas que carecen de ese sello. Y finalmente, habrá que juzgar a los que difunden narrativas prohibidas, para que los demás tomen nota del castigo ejemplar y se alineen con el régimen. Entonces me doy cuenta de que los problemas de la obra de mi casa son pequeños en comparación con lo que nos estamos jugando en el plano de la democracia y siento vergüenza. A veces la rutina, el verano y los problemas propios nos hacen perder la perspectiva. Tomamos el gin tonic, vivimos la vida, y dejamos de luchar por lo que va más allá de nuestra mentalidad aburguesada. Es importante recuperar la perspectiva y comprender la gravedad de lo que nos estamos jugando. No es una lucha por estar en redes o porque a uno le han tratado mal, lo que está en juego son los pilares de la democracia y lo que significa ser persona.
Son las 14h30. Acaba de llegar el albañil. A ese ritmo, no vamos a acabar nunca con los baños.
Sigo pensando en lo que pasó con Meta ayer. Si pensamos que la cantidad de ignorantes y de fanáticos es tal que la censura es inevitable, entonces hemos de estar preparados para que aumente de forma exponencial. Si acallamos al maestro interior, habrá cada vez más burros. Y si dejamos que eso pase, habremos caído tan bajo que tendremos que volver a explicar a quienes no están en condiciones de escucharlo que el agua moja y que el fuego quema.
Os deseo un muy buen verano. Un verano que nos encuentre descansando, pero siempre vigilante para que no nos ahoguen al maestro interior.
Y si conocéis a un albañil de confianza para alicatar mis baños, no dejéis de avisarme.
Articulo publicado anteriormente en catherinelecuyer.com
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