La Historia no es unidireccional, como no lo es el presente. Depende de quien la escriba, porque nadie puede despojarse de la subjetividad ni dar por buena la exclusiva parcialidad del dato (una fecha, una cantidad), que siempre debe ir acompañado por la narrativa de los hechos. Ante las limitaciones obvias de nuestros juicios, me intriga pensar en el Juicio Final, cuando por fin veremos las cosas tal y como han sido, y entenderemos la razón de los comportamientos (buenos, inicuos y perversos) de los hombres, así como la consecuencia de nuestros actos. Comportamientos y actos dependen de numerosas variables que, a su vez, están ligadas a otras variables que saltan hacia atrás, de generación en generación, y que se escapan de la afilada mirada de los sabios.
No hay historiador que pueda arrogarse una versión ecuánime de los tiempos pretéritos. La descripción que se haga estará siempre limitada por los documentos que hayan estudiado y los que no hayan querido analizar; por las manifestaciones del arte que hayan seleccionado y por los restos descubiertos y analizados por los arqueólogos, que también vuelcan sobre las piedras, los huesos y los utensilios una interpretación que –queramos o no– llevan el sello de quien la realice o de quien la financie. Por si fuera poco, el historiador es un científico de su tiempo, cuya manera de observar la realidad (y no hay realidad más real que lo ya acontecido) está sembrada de tendencias e ideologías cambiantes, que van y vienen como las mareas.
Pero hay maneras y maneras de relatar la Historia, unas más equilibradas que otras y otras más maniqueas que unas. Sin necesidad de hacer sangre, es fácil reconocer los orígenes de la difamación con la que se ha reescrito la nuestra. España soporta el peso de una leyenda negra, interesada, por parte de quienes, empujados por el puritanismo reformista, por el afán de conquista y por la querencia al dinero ajeno, han conseguido que sus mentiras aparezcan en los manuales que nuestros hijos estudian en el instituto. El odio ha dibujado caricaturas de nuestros mejores compatriotas y de las mayores de nuestras proezas. La cuestión no es si Cristóbal Colón fue genovés (o catalán) sino la catarata de mendacidades: que en nuestro suelo y en el de los territorios que descubrimos se dio carta de naturaleza a espectáculos dantescos de destrucción, en aquellos tiempos pretendidamente oscuros: hogueras para los herejes, matarife para las brujas, oros y joyas para la Iglesia, gobernada por obispos tan orondos como lujuriosos, que azuzaron el antisemitismo, los genocidios de indígenas en la América hermana, la imposición de la fe cristiana bajo amenaza de pena de muerte, y que fueron cómplices de saqueos en los tesoros indígenas, de expolios de los pueblos conquistados, como nuestros reyes, tan católicos como esclavistas, como el sinfín de monstruos amparados por la corona y por la cruz, que pagaban permisos y bulas para hacer de su capa un sayo. La edad media de los arrabales mugrientos, de las supersticiones, del analfabetismo, de los monarcas sátrapas aparece encasquillada en nuestra conciencia por voluntad ajena, hasta que los relatores ilustrados vinieron a salvarnos a fuerza de golpes de Estado y magnicidios de soporte masónico.
Los responsables del parque temático Puy du Fou, que son franceses, podrían haber ahondado en la mentira. A fin de cuentas, sus antepasados arrasaron buena parte de nuestro patrimonio. Sin embargo, han apostado por una visión distinta del argumento oficial. Me cuentan que en sus instalaciones cercanas a Nantes, el público estalla en ovaciones al contemplar una visión más ponderada de la Revolución Francesa, en la que buena parte del pueblo –pocos lo sabíamos– hizo todo lo que estuvo en su mano para defender los templos y a los sacerdotes de la turba incendiaria y guillotinesca. Me cuentan que los aplausos se hacen todavía más fuertes cuando en el escenario de la representación se iluminan los sagrarios entre las llamas, como estandartes de aquella heroica resistencia.
He tenido ocasión de visitar la versión española de Puy du Fou, que se encuentra en una preciosa finca cercana a Toledo. Más allá del acierto en la reconstrucción de los ambientes guerreros del siglo XI al XVI, con alguna licencia por necesidades del espectáculo, me ha sobrecogido que las garras de la hispanofobia ni siquiera hayan rozado tan sorprendente proyecto, que acerca los mejores tiempos de nuestra Historia a un público que apenas sabe nada cierto de lo que ocurrió en aquellas larguísimas calendas. La morería es la morería, lejos de alianzas de civilizaciones, y la cristiandad vivida y defendida por nuestros héroes de carne y hueso, un reto por el que les mereció la pena jugarse fama, hacienda y vida. Aparecen también –no podría ser de otro modo– españoles miserables que se vendieron a la feria de las oportunidades y que, sin quererlo, hicieron más grandes cada una de las gestas rubricadas por nuestra nación.
Volví del parque con la sensación de haber participado de una novedad inesperada, donde la Historia se narra con el sesgo de sus guionistas, por supuesto, pero que en este caso es un sesgo, se me antoja, muy cercano a la realidad.
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