Érase cada noche ver a Carlos inclinado sobre su madre «Y recibe la bendición en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» haciendo la señal de la cruz sobre la frente de Lilí. Ella le miraba con esos ojos como soles de grandes que tenía, y fija en él esperaba la retahíla de su hijo: «Y ahora, le pido a Simón, tu Ángel de la guarda, que te cuide, te proteja, me avise si me necesitas y mira, mira, aunque no les vemos ya están aquí, los cuatro angelotes gordotes aprendices que bajan cada noche a cuidarte y cuando ya estés muy, muy dormida, ellos harán que escuches la música celestial, porque ¿sabes? En el Cielo siempre están cantando, hay millones de orquestas». Y así, en el rostro de Lilí aparecía una sonrisa plácida, complaciente, se quedaba tranquila, confiada.
«Buenas noches madre» –le dice Carlos–, llenando su cara de besos.
Despiste, sujetándose las gafas con el ala, bostezaba «Jo, qué pesao este Carlos, cada noche tarda más en despedirse de su madre«. Juguetón le regañaba, ¿Pero no ves que a menos prisa mejor para su madre? ¡Qué impaciente eres Despiste! Terapéuta, mirando a las estrellas… «Pues sí, sí que tarda«, mientras ajustaba su maletín médico y comprobaba que no se dejaba nada en el enfermería de Querubines. Alegre, revoloteando de un lado a otro «–¡Pero desde cuándo existen las prisas para nosotros! Jua, jua, ni que viviéramos en el tiempo como los mortales»– y soltando una enorme carcajada, daba volteretas y volteretas en el aire.
Alegre, Despiste, Terapéuta y Juguetón son los cuatro angelotes gordotes ayudantes de Simón, el gran Ángel. Desde hacía un tiempo su misión era de cuidar a Lilí.
Eran pequeños aprendices y demasiado juguetones pero se tomaban muy en serio su encomienda. Sabían que Lilí no podía expresarse, si algo le ocurría ella no podía ni gritar, ni sonar el timbre o la campana. Así que, su empeño por cuidar de Lilí –su enferma–, era la tarea más importante de todas las que llevaban adelante como ángeles aprendices.
Si a Lilí se le salía una pierna por los barrotes de la cama, rápidamente cogería frío y ella no sabía o no podía volver a meter la pierna en la cama. ¡Y ahí estaban ellos para volver a meterla bajo la manta! Y mientras, Carlos dormía tranquilo.
Nada más irse Carlos, los cuatro angelotes tomaban posiciones, no siempre seguían las precisas indicaciones de Simón, no por desobedientes (los ángeles buenos no desobedecen), sino porque se atarullaban por los nervios, se ponían muy contentos al tomar posesión de la situación.
Alegre y Despistado empezaban a poner instrumentos alrededor de la cabeza de Lilí, como los sonidos celestiales son invisibles sólo pueden escucharlos a quienes se les concede o les hace un gran bien, y así pasaba con ella, la música era su bálsamo y su paz. A las 03:00 en punto comenzaban a tocar y ese concierto maravilloso era el regalo que desde el Cielo cada noche se le hacía a Lilí, incluso durmiendo… sonreía.
Juguetón, era el más pequeño y todavía no comprendía mucho. A él le encantaba deslizarse desde el hombro hasta los pies de Lilí, se ponía en lo alto en posición de esquiador ¡Yuhuuuu! –se tiraba por su slalom gigante–, era su gran tobogán, se lo pasaba en grande. Y Terapéuta, a punto de graduarse como Ángel ayudante de los grandes Ángeles, como su jefe Simón, asumía el control médico de la noche. Medía el azúcar, el pulso, comprobaba la temperatura, ni exceso de sábanas, ni defecto de mantas… Y hacía una señal al resto del equipo: ¡Ok! Todo controlado.
Una noche la cosa se puso difícil, ellos sabían que su misión era velar y si algo iba mal se las tenían que ingeniar para avisar rápidamente a Carlos. ¡Pero Carlos dormía como un ceporro! Él estaba en la habitación de al lado y como era grandullón roncaba y resoplaba. Dormía a pata suelta, la felicidad y el cansancio unidos provocaban que Carlos acabara rendido cada día.
Su trabajo era múltiple, velar por su negocio, Carlos era autónomo. Encargarse de todo lo necesario para el hogar, también de su padre, Antonio, el marido de Lilí desde hacía 62 años. Antonio ponía buena intención en todo, pero como era muy mayor, el pobre poco podía ayudar. Y así Carlos, ayudado por los Ángeles de Dios y por su interna, Rodilia, corrían con todos los cuidados físicos y médicos de su madre, aunque Rodilia era insuperable, el peso de la vida la llevaba Carlos por entero.
Bien, pues aquella noche, repentinamente Lilí comenzó a moverse mucho, a resoplar, Tereapéuta, nervioso vio que algo ocurría. De repente cayó en la cuenta que tenía fiebre, 38’5º. En Lilí era algo rarísimo, ella nunca tenía fiebre. Llamó a los demás, ¡Tenemos que avisar a Carlos esto es urgente! «Uffff» –decía Juguetón agitando las alas–, «¿Y qué hacemos?» -dijo Alegre– dejando al instante el acordeón. Acordaos lo mal que nos salió la última vez, no se enteraba y tuvimos que llamar a Simón, él sí puede cruzar al espacio-tiempo, nosotros aún no.
Los cuatro revoloteaban nerviosos, arriba y abajo de la cama, mientras Lilí se movía y veían que cada vez estaba más inquieta. ¡Ya lo sé! –dijo Terapéuta–, «Alegre lleva los instrumentos alrededor de las lámparas colgadas del techo del cuarto de Carlos, al soplar haremos ruido y lograremos que se despierte».
Y así fue, los cuatro se pusieron manos a la obra, lograron que el sonido atravesara el espacio-tiempo y las lámparas comenzaron a moverse de un lado a otro chocando entre sí ¡Clac, clac, clac!
Aquel… ruido celestial despertó a Carlos, quien aturdido, se incorporó en la cama. Prestó oído y al escuchar que la cama de su madre chirriaba un poquito se levantó de inmediato. Él sabía que su madre dormía muy bien y nunca se movía, y si la cama chirriaba es que algo pasaba.
Llegó y vió a Lilí con lágrimas mirándole con esa inocencia que pide ayuda a gritos. Nervioso, hizo lo que le enseñaron: medir tensión, azúcar, pulso, respiración y veía que todo estaba bien. Bueno, el azúcar demasiado alto pero pensó que era un pico en la madrugada. Se llevaba las manos a la cabeza, y cogía la cara de su madre entre sus manos, ¿qué te pasa mamá, qué te duele? Y ella le miraba sin soltar palabra, pero afirmaba que sí con la cabeza, que algo le dolía.
Y de repente, Terapéuta susurrando le recuerda que mire la temperatura y Carlos, se dice ¡Ay, la temperatura! Le puso el termómetro y a los segundos ¡39º! de fiebre. Corrió y llamó al 112, explicó como pudo qué ocurría y a los 10 minutos llegó la ambulancia.
Los cuatro angelotes gordotes aprendices vieron toda la escena, comprendían que algo serio pasaba, preocupados vieron cómo se llevaban a Lilí en una camilla.
Pasaron varios días y a la hora en punto bajaban al cuarto de Lilí. Ella no estaba, tristes al ver la cama vacía, se volvían al Cielo. Hasta que tras dos semanas, Simón les llamó y abriéndoles la ventana especial les mostró a Lilí en su cama y a Carlos, como cada noche inclinado sobre su madre dándole la bendición. «Ya pasó mamá, ya estás en casa, nada, una pancreatitis, otra vez tú has ganado y el buen Dios quiere que sigamos juntos«.
Alegre, Juguetón, Terapéuta y Despistado recibieron una medalla angelical por su gran acción y contentos prepararon sus enseres para seguir con la misión y velar a Lilí. Y así, colorín, colorado, este cuento… no se acaba.
Érase cada noche…
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