Cuentan de una chiquilla que se perdió en medio del mar. Cuentan que no tenía manera de encontrar el Norte, aunque antes de salir a navegar había guardado una brújula en su bolsillo izquierdo. Pero que no sabía usarla. Cuentan que pasó mucha hambre, aunque había bancos de peces alrededor de la barca y ella disponía de una caña de pescar. Pero había olvidado cómo lanzarla. Podría haberlo intentado, pero le acosaba un enemigo demasiado poderoso: un miedo atroz a no recoger nada, a que los peces nadaran alrededor del anzuelo, sintiéndolos tan cerca y a la vez tan lejos, sin picar.
Cuentan que no era el primer viaje que había realizado. Antes de adentrarse en el mar con su barquita y su coraje, había emprendido y culminado una larga caminata a través de un desierto. Aquella experiencia la había llevado a prever algunos peligros. Así que, por si acaso, se había preparado un manual de instrucciones dirigido a sí misma. Leía el cuaderno cada día. Había memorizado todas las normas, pero era incapaz de ejecutarlas.
Cuentan que había muchos ratos en los que se echaba a reír, que lo pasaba bien o que… disimulaba. A veces, incluso, parecía disfrutar de la navegación. Pero cuando era consciente de que estaba sola en medio del mar, impotente al saber qué tenía que hacer, pero incapaz de ponerlo en práctica, la abrumaba un vacío enorme. Cuentan que cada noche contaba las estrellas y soñaba con su vida en tierra firme cuando jamás imaginó que algún día podría sentirse desolada. Se preguntaba si la echarían de menos, si la estarían buscando. O si cada una de las personas que le importaban estaba, quizás, inmersas en su propio viaje.
Cuentan que a menudo temblaba de pánico al imaginarse que un tiburón estaba presto a atacarla. Cuentan que cada mañana, al despertar, se decidía a cumplir los pasos del manual: consultar la brújula, orientarse, pescar y salir, de una vez por todas, de aquel aturdimiento. Por eso cada noche, al disponerse a dormir, se lamentaba por haber dejado pasar un día más sin reaccionar.
Cuentan que alguien la encontró y la ayudó a salir de allí. Pero no de la manera que cualquiera de nosotros pudiera pensar. Su salvador no llegó en otro barco ni le indicó el rumbo. No le explicó los pasos que debía seguir para llegar a puerto, ni le dio los motivos de por qué era incapaz de seguir su manual de instrucciones. No le llevó comida, ni le recordó cómo pescar. Nada de eso. Simplemente le susurró que estaba a su lado. Se lo dijo al oído, muy bajito para que solo lo supiera ella, aunque no hubiera nadie en muchas millas a la redonda. Se lo musitó sin titubear: <<Estoy aquí>>. Fue suficiente.
No quiere decir que desapareciera el miedo paralizante de la niña, que encontrara de repente la manera de orientarse. No hubo un milagro. Pasaron muchos días igual a los anteriores, de lamentos y fracasos, de intentos fallidos y de pánico. Pero hubo también momentos de lucidez, en los que tuvo valor para lanzar la caña, en los que comprendió, por fin, que no podía seguir su manual prefabricado, pues eran instrucciones para la chica que caminó por el desierto, no para la que salió a navegar. Así que revisó las normas. Y algunos días, incluso, conseguía reescribirlas.
Y cuentan que ya no está tan perdida porque ya no está sola. O, al menos, porque sabe que no está sola. Y porque ha entendido que nadie puede lidiar con la vida si se encuentra solo en medio del mar, si no está acompañado, si no hay quien que le espere en la otra orilla. Dicen que no se puede encontrar el camino si no existe una meta, que no se puede regresar si no hay adónde volver.
<<¿Y qué pasó al final?>>, podrás preguntarte. Te diré que las buenas historias viven, que no tienen final, pues son de verdad. De hecho, la chica soy yo. Y ese alguien que le devolvió el sentido… bueno, permíteme que siga guardando para mí su identidad.

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