No recuerdo cuándo fue la última vez que usé el transporte público. Ya son muchos años los que llevo trasladándome en coches de lunas tintadas y aviones privados. A causa de la privacidad, uno llega a olvidarse de lo entretenido que puede llegar a ser el metro.
Bueno, lo que me fascina no es el metro en sí, sino las personas que se trasladan en él, que se apretujan en el vagón, como ahora, a las horas punta, como los percebes a las rocas, sin espacio entre desconocidos con los que, probablemente, no vuelvan a coincidir nunca más.
Observo a mis compañeros de vagón desde un asiento, sabiéndome privilegiado. Pese a que me he disfrazado para evitar que se me reconozca, no consigo disimular que soy un hombre joven y sano, y eso provoca las miradas hostiles de un par de ancianos y una mujer embarazada que no han logrado encontrar un lugar para sentarse. Pero los ignoro; el emocionante hecho de encontrarme rodeado de tanta gente ocupa toda mi mente.
Por ahora parece que mi disfraz funciona. Entre el sombrero, las gafas de sol y el bigote postizo he conseguido pasar desapercibido para todos los pasajeros del metro de Madrid. Pienso en qué estará haciendo mi pequeño ejército de guardaespaldas, y no puedo evitar sonreír al imaginarlos buscándome como locos por la Gran Vía. Asumo el riesgo de haber prescindido de ellos, pues necesito salir al mundo real, el que habita la gente real.
El metro se detiene en una parada y decido apearme, aunque no sé a qué parte de la ciudad he llegado. Quiero disfrutar la sensación de vagar por Madrid rodeado de gente.
Una vez pongo un pie en la calle, mi adrenalina aumenta. Cada vez hay más personas a mi alrededor, y ninguna es capaz de reconocerme.
Al poco de empezar mi pequeña excursión, el cielo encapotado rompe aguas sobre la ciudad. No he traído paraguas y la lluvia me empapa la cara, y los cristales de mis gafas de sol se llenan de gotas de agua que me dificultan la visión. El bigote postizo me empieza a picar, así que me lo arranco. Entonces una mujer pasa a mi lado mientras abre su paraguas, y una de las varillas se lleva mis fafas, por poco me saca el ojo izquierdo, y me arranca el sombrero. Lo único que queda de mi disfraz es el bigote entre mis dedos.
─¡Perdone! ─se disculpa con apuro, mientras se agacha a recogerme el sombrero─ Dios mío, ¡qué desastre soy! ¿Se encuentra…?
Se ha quedado con la palabra en la boca y los ojos fijos en mí. Identifico en ellos un brillo de reconocimiento. En apenas unos segundos, a mi alrededor empieza a formarse un muro infranqueable de transeúntes, que se detienen al haberme reconocido. Murmuran, me sacan fotos, me graban con sus móviles, hacen llamadas…
Aunque soy capaz de traspasar la barrera de gente, no voy a intentarlo. Estoy abatido al darme cuenta de lo mala que ha sido esta idea de adentrarme en el mundo real y dar esquinazo a mis guardaespaldas. Ellos encontrarían la manera de sacarme de este aprieto. Pero estoy solo, sin disfraz y rodeado de extraños. Lo que hasta hace unos momentos me fascinaba, ahora lo odio con todas mis fuerzas. EL acoso de sas decenas de cámaras y de ojos me hace sentir pequeño e indefenso, como una presa abandonada a una jauría de depredadores hambrientos.
Suspiro por vivir lejos de la fama, por disfrutar de una vida corriente, por pasear de incognito como hasta hace unos minutos.
Es insoportable ser el hombre más buscado de Europa.
Roberto Iannucci Mira es Ganador de la XIII edición de Excelencia Literaria
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