Pocas veces he escrito un artículo a partir de una fotografía. Me pueden las ideas, que se agolpan en mi cabeza y pasan a los dedos, que nerviosos teclean a una velocidad que va a la par de mis pensamientos, impidiéndome centrar el discurso en una imagen congelada sobre papel Kodak. Pero voy a hacer una excepción. La culpable –¡bendita culpable!– es mi hija Mayi, que disfruta repasando los álbumes que narran su vida desde que la saludamos por primera vez. Cuando aún era soltero, también me embelesaban aquellos carpetones en los que estaba registrado el pasado familiar. Sin embargo, si ahora me siento a observar nuestras colecciones de fotos me vence la melancolía ante la fugacidad del tiempo. Y no porque no quiera que este pase (estúpida pretensión), sino por el capricho de que mis hijos sigan siendo niños.
Hablaba de Mayi, que a sus diecisiete se sienta en el salón, ensimismada ante las cartulinas en las que están pegadas esas instantáneas. Hace unas noches la escuché reírse. Iba nombrando a los dos mayores y se le llenaba la boca de carcajadas. Después habló de sí misma y volvió a dejarse llevar por la risa. Por último, mencionó a nuestra perra, Pipa, que de tan fea decidimos coronarla reina de la belleza.
Empujado por la curiosidad, me acerqué y ella, al verme, señaló una fotografía.
–¿Has visto cómo éramos, papá?
¡Qué felices fuimos! La cama era una barca que navegaba por el océano de los sueños.
Me senté a su lado. Ahí estamos todos (salvo mi mujer, responsable del disparo, y Popi, nuestra hija pequeña –en esta familia nadie conserva su nombre de pila–, que aún no había nacido). En la foto disfrutábamos de uno de los mejores momentos de la jornada: los minutos previos al toque de retreta. Los niños olían a jabón y agua de colonia. A veces a la leche con cereales y su piel se confundía con el tacto del pijama de tergal y de algodón. Puede que el mayor tuviese restos de plastilina de colores bajo las uñas, y que el segundo se hubiera olvidado de cepillarse los dientes. Puede que Mayi estuviera pasada de hora y el cansancio la enfurruñara más de la cuenta ante la insistencia de mis besos. Pipa, a su aire, se había buscado un hueco entre mis mantas, pues la maleduqué para convertirla en un juguete más de aquella chiquillería.
¡Qué felices fuimos! La cama era una barca que navegaba por el océano de los sueños. Quizás yo había terminado de contarles el cuento –cuántas veces el mismo cuento, sencillo, sabroso, en el que los personajes cobraban sus nombres–. Quizás habíamos reservado unos momentos de más para que los mayores –¡los mayores!…– disfrutaran del privilegio de de pasar las páginas de esos libritos adornados con preciosas ilustraciones, en los que los animales de la jungla hacían una excursión a la playa.
Y qué felices somos ahora que ya se ha alejado esa Arcadia, la misma en la que reside en mi infancia, aunque por entonces renuncié al imperio de mi primera edad para clavar el estandarte en el paraíso de mis hijos, que han crecido y dejaron atrás su niñez. Que nos siguen regalando momentos preciosos.
Me viene a la memoria un viejo sacerdote que conocí en las faldas de la cordillera andina, pocos meses antes de mi boda. Aquel hombre llevaba muchos lustros en Perú, lejos de su pueblecito segoviano natal. Había gastado las fuerzas en el servicio a las humildes familias que poblaban la vega de un río, que como tierra copiosa habían llenado de hijos aquel universo ignorado. Un tropel de niños colmaba la escuela, la iglesia, las calles de la aldea, los caminos que conducían a las chacras. Eran cascabeles entre el viento polvoriento que bajaba por los barrancos. <<Míralos>>, me pidió. <<Son la riqueza de Dios>>.
Le pedí confesión, vieja y buena costumbre que aprendí de mis padres. Antes de la absolución, me miró a los ojos y suspiró. <<No le tengáis miedo a la vida>>, me dijo, refiriéndose a la aventura que mi novia y yo estábamos a punto de refrendar en el altar. <<No tengáis miedo a regalar la vida>>, insistió. <<No tengáis miedo a los hijos que Dios quiera confiaros. ¡Son su regalo!>>. Años después una misionera santa que vino de India, le profetizó a mi esposa que nuestros cuatro hijos estarían representados en las piedras preciosas con la que la coronarán en el Cielo.
Contemplo la fotografía y me llega la música de sus risas, de sus voces atipladas. Sus ojos estaban sedientos por conocer de parte a parte este misterio con el que viene envuelto el regalo de Dios, un papel en el que cada cual debe escribir su historia. Y afirmo, una vez más, que no puedo sentirme más dichoso.
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