No vale que nos dejemos llevar por el pesimismo, que conduce a la huelga de brazos caídos, a la rendición, a creernos aquella sentencia demoledora: <<No podemos hacer nada>>. Pero concedamos, aunque sea por un momento, que vamos de mal en peor desde que estamos en las manos de unos gobernantes que, como Joseph Goebbles, utilizan el poder del pueblo para hacer todo aquello que el pueblo no les ha pedido, ni necesita ni quiere, un plan de laboratorio con el que destruir los mimbres que sostienen nuestra convivencia. Nuestros gobernantes son un tipo de Goebbles producto de las Leyes de Educación con las que llevamos jugando a los bolos desde que se firmó la Carta Magna. Por eso, no son capaces de sumar a su maquiavelismo el conocimiento cultural para sobrellevar, por ejemplo, un programa de “La ruleta de la fortuna” sin confundir la b con la v, la n con la m, la ll con la y…
En su metaverso (¡gracias, Tamara, por la aportación!) se aprietan un sin fin de proyectos que no son nuevos, pues se emplearon, tantas veces a escondidas, en los más oscuros planes de las peores dictaduras del siglo XX para facturar una nueva humanidad, en la que ellos son creadores pero no dioses, ya que son agnósticos, que conceden al hombre, al hombre supremo, todas las cualidades magnánimas de Dios, salvo el Amor, la Misericordia, la Bondad, el Perdón, la Libertad, etc. No voy a enumerar sus paranoias, pues no me sobra espacio ni nanosegundos (¡gracias de nuevo, Tamara!), sino que poso mis ojos en uno solo de sus festivales, que tiene por protagonistas a los animales, y por delincuentes –ya condenados– a sus propietarios.
Los dictadores del siglo XX, creadores pero no dioses, conceden al hombre, al hombre supremo, todas las cualidades magnánimas de Dios, salvo el Amor, la Misericordia, la Bondad, el Perdón, la Libertad, etc.
Quisiera ver cómo reaccionarán los diputados que apretarán el botón del “Sí” en la aprobación de la “Ley del bienestar animal”, cuando, con el buen tiempo, les asalte una nube de mosquitos. Les deseo que no haya nadie cerca que pueda denunciarles por tratar de aplastarlos a manotazos o mediante una rociada de espray, o por negarles una buena chupadita de sangre mientras se entregan a la feliz siesta, sirviéndose de un enchufe que expele veneno. Claro que ellos tienen la ventaja de estar aforados.
Quisiera saber qué decisión tomarían si, a causa de un viaje a un país endémico, el médico del aparato digestivo les descubriera en su intestino una tenia, gusano que va alimentándose de lo que el diputado ingiere, con lo que crece y crece hasta ocupar todo su tracto delgado y grueso. Quisiera verlos actuar contra las palomas que embadurnan sus terrazas de cagadas, después de que la chica de servicio que trabaja en su apartamento de sol a sol –y quizás siga esperando sus papeles y, por tanto, no pueda recibir el amparo de la Seguridad Social– la haya fregado a conciencia para que luzca impoluta en la cena o la fiesta que su señoría va a celebrar en cuanto caiga el sol. Quisiera verlos reaccionar cuando una de sus hijas les pida asistir a clases de equitación, donde a los equinos se les mete un hierro entre los labios que les oprime la lengua, les cae un desagradable peso sobre los lomos y reciben irritantes puntazos en los flancos de la barriga para que troten y galopen cuando lo que desean es pacer a su aire o echarse sobre una cama de paja.
Quisiera ver la expresión de sus perros y gatos, que soñaban aparearse una y otra vez cuando llegara la temporada de celo, incluso practicar un sexo distinto y alocado –que tanto solazan a estos arietes de una nueva moralidad–: el caniche con la gran danés, el chihuahua con la gata siamesa, la periquita con la periquita, la tortuga con el hámster y el erizo, en una deliciosa orgía de caparazones y pinchazos (¡pobre roedor!…), digo, la expresión de esas mascotas amorosas cuando entren en el veterinario con sus órganos sexuales listos para el juego, y salgan del veterinario con la sensación de ser un vergonzoso eunuco que ha perdido su razón para vivir (que en un animal no es otra que el mantenimiento de la especie). Quisiera verlos tomar una decisión si una chimpancé del zoo, sola y borracha, que no ha alcanzado la mayoría de edad ni cuenta con el beneplácito de su progenitor 1 ni de su progenitor 2, antropoides ambos, alegara su propósito de abortar porque el embarazo pone en peligro su estabilidad emocional. <<Ya, pero los chimpancés son irracionales>>, alegarán los biólogos. <<Ya, pero estos mandamases los equiparan a quienes tenemos derechos, y entre esos derechos –también lo dice la Ley, su Ley– el de matar al hijo en camino>.
Sobrecoge la lectura de las Leyes con las que los nazis prepararon a sus ciudadanos arios (y a los que no lo eran, es decir, a la mayoría de aquella Alemania pasiva) para que aceptaran el holocausto como medida necesaria para la sana convivencia. Entre ellas brilló la norma para el bienestar de los animales. Si a un niño de escuela se le preguntaba qué valía más: A) un judío, B) un papagayo, no lo dudaba: el ave de las plumas coloridas. Si a una universitaria se le preguntaba con quién se debían realizar experimentos médicos (y criminales), A) un judío, B) enfermo mental, C) un discapacitado, D) un chucho, tampoco lo dudaba: el chucho era el único que se salvaba. Algo así nos espera, porque no pararán hasta que en cada hogar se escuche el grito: <<¡Manolito, hoy te toca sacar a pasear a la cucaracha!>>. Cucaracha que, por cierto, tendrá nombre y documento identificativo, y por la que su dueño pagará, ¡vaya si pagará!, un nuevo impuesto. Goebbles, cacarea, henchido de orgullo, desde el infierno.
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