Los estados deberían invertir más recursos para formar no sólo en estudios prácticos, para ganarse la vida, sino también en humanidades y en los bienes del espíritu.
Don McCullin (1935) es un periodista inglés conocido en todo el mundo por su fotografía de guerra y por mostrar las capas más vulnerables de la sociedad, como parados, pobres y marginados. Una de sus fotografías más impactantes fue la que tomó mientras cubría la sangrienta guerra del Líbano en 1975. En ella se muestra a un grupo de las llamadas «milicias cristianas» que posan y tocan música ante el cuerpo muerto y destrozado de una mujer palestina. Es difícil entender qué razón podría haber para enorgullecerse de algo así. Pero parece que en la guerra los límites del bien y del mal desaparecen por completo. Y es que en la guerra del Líbano (1975-1990), se mataron unos a otros cristianos, judíos, musulmanes y personas sin fe alguna. Es obvio que ni la religión ni ningún otro ideal pudieron evitar que al final del conflicto hubiera más de 150.000 seres humanos muertos.
Pero hay que decir que la guerra no surge en absoluto por generación espontánea. Suele ser el resultado de intereses egoístas o por propaganda malsana que alimenta el odio al otro y que quizá lo haya estado haciendo por mucho tiempo en un entorno concreto. De ahí la importancia de reflexionar seriamente, seamos creyentes o no, sobre cuáles son los verdaderos valores y virtudes que guían realmente nuestra vida, lo que mueve e impulsa de verdad nuestra existencia, ya que quizá pueda estar en juego no solo nuestra propia felicidad sino la de nuestros seres queridos y la de otros. Y es que bien pensado, la guerra quizá no sea una consecuencia demasiado extraña al fin y al cabo cuando no es buena la semilla que sembramos. Porque si en el entorno en el que nos movemos predomina el materialismo más brutal, el hacer lo que sea por dinero, el afán acaparador, el dar primacía al llamado «sentido práctico», económico o material, a no pensar en los demás, en definitiva el egoísmo por encima de cualquier otro valor moral, entonces es seguro que seguiremos recogiendo el peor fruto.
Por ejemplo, tras el asesinato de un niño de 2 años a manos de otros dos de 10 en Liverpool, el diario alemán Der Spiegel (1993, nº 9) lamentaba la desorientación caótica de la juventud en Europa con un artículo que decía «¿De dónde viene la violencia?», y añadía:
«La generación más joven tiene que habérselas con una confusión de valores cuyas proporciones son casi incalculables. Medidas claras para lo justo e injusto, lo bueno y lo malo, tales como las que transmitían padres y escuelas, Iglesias y a veces también políticos en los años cincuenta y sesenta apenas son reconocibles ya para ella».
Cabe, entonces, esa otra opción: rebelarnos enérgicamente ante lo que de verdad no nos ilumina hacia el bien y no nos haga mejores seres humanos.
La importancia de cultivar valores y virtudes
Hace algunos años se hizo público un informe de las Naciones Unidas, en el que se decía que aunque fuera posible que toda la población mundial tuviera cubiertas todas sus necesidades físicas básicas, como vivienda, comida, vestido, etc, todavía sería una tarea ingente e imposible dar una educación básica a toda persona en el mundo. Ese informe ilustra cuán importante es la educación y la formación en el ser humano, sobre todo la inculcación de valores y virtudes como la empatía, la prudencia, el gobiermo de uno mismo, el amor por la verdad, la solidaridad, la tolerancia, el respeto a uno mimo y el respeto al otro prescindiendo del color de la piel, del sexo, de ideología política, de religión, etc.
En una entrevista que el diario El País hacía el 4 de febrero de 2015 a la historiadora española y directora de la Real Academia de la Historia, Carmen Iglesias (1942), ésta decía:
«La educación es la asignatura pendiente en la democracia. Se hicieron muchas cosas buenas para cambiar la educación y los chicos están muy formados en ciertas cosas, pero, por ejemplo, el descrédito de las humanidades es una catástrofe porque ahí se enseña a los griegos y las bases de nuestra cultura. Recuerdo en mi familia, un poco en la senda de esa herencia de la tradición judía, que siempre me decían: “Pase lo que pase en la vida, ten en cuenta que lo único que no te pueden quitar es lo que tú llevas dentro, lo que aprendes”. Y eso, a veces, no te hace ser más feliz, porque cuanto más conoces, más puedes sufrir, pero te ayuda a comprender».
Un valor moral siempre tiene un efecto social positivo, bueno, en contraposición al mal, y orienta la actitud y conducta del hombre hacia el obrar bien. Una virtud es la disposición habitual para hacer el bien, y algunos ejemplos podrían ser la honestidad, la prudencia, el respeto, la templanza, la paciencia, la lealtad, la serenidad, el optimismo, la gratitud, la fortaleza, la valentía, la justicia, la caridad (amor agape) o la esperanza.
Sobre la importancia de educar en virtudes, el filósofo y pedagogo José Antonio Marina (1939) escribe:
«La educación moral ha sido tradicionalmente una “educación de las virtudes”, entendidas como “hábitos operativos que nos inclinan al bien”. Esta es una educación más poderosa que la popular “educación en valores”, expresión dotada de cierta ambigüedad. “Valor” es una cualidad que tienen las cosas, las personas, o las acciones, que las hacen ser atractivas o repulsivas, bellas o feas, interesantes o aburridas, buenas o malas. Estos últimos son los “valores morales”. Son conceptos, ideas, modelos, que deben dirigir nuestro comportamiento. La paz, la justicia, el respeto, son valores morales, a los que debemos ajustar nuestro comportamiento y que por ello protegemos con normas y deberes. Pero son conceptos, que podemos conocer sin que nos animen a obrar bien. Las virtudes, en la filosofía clásica, era la unión de estructuras psicológicas (hábitos) con contenidos morales (valores). La cultura occidental, que a veces desprecia sus propias riquezas, ha rechazado la idea de virtud, considerándola moralizante y pacata. Sin embargo, la psicología americana esta realizando una amplia investigación sobre las “fortalezas” humanas, las virtudes. El equipo de Peterson y Seligman ha estudiado las “strengths” comunes a todas las culturas, mostrando que hay un consenso universal en las principales: prudencia, justicia, fortaleza, templanza, compasión y búsqueda de transcendencia (Peterson y Seligman, 2004). El conjunto de virtudes configuran el carácter, y por eso la “formación del carácter” es un modelo de educación ética muy extendido y poderoso».- José Antonio Marina, «Valores y virtudes».
De modo que educar en valores y procurar la virtud nos inclina al bien, y los siguientes ejemplos podrían ayudar también a entender mejor lo mucho que está en juego.
El dictador camboyano Pol Pot (1925-1998), provenía de una familia próspera y acomodada, estudió en la Sorbona y hablaba idiomas. Sin embargo, fue el responsable directo del asesinato y desaparición de entre un millón y medio a dos millones de personas, uno de los genocidios más atroces de la reciente historia humana. O el caso de Josef Mengele (1911-1979), quien había estudiado medicina y antropología en las Universidad Johann Wolfgang Goethe y en la Universidad de Múnich. Se le recuerda por su actividad en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz, donde realizó experimentos mortales con prisioneros judíos, además de ser miembro del grupo de médicos que seleccionaba víctimas para ser ejecutadas en las cámaras de gas. Llegó a ser conocido como el Ángel de la Muerte. Ejemplos como estos y otros, hacen que resuenen con más contundencia que nunca las palabras de C. S. Lewis,
“Educar sin valores, aunque es útil en sí mismo, también puede convertir al hombre en un demonio más inteligente“.
Son muchos los pensadores que reconocen que en la vida es mucho mejor ser una buena persona que meramente alguien de éxito social o profesional. Como decía Aristóteles, no es suficiente conocer el bien. Hay que querer hacerlo, hay que ser bueno. Y John F. Kennedy Jr. (1960-1999) ratificaba eso cuando dijo,
«Mucha gente me dice que yo podría llegar a ser un gran hombre en la vida. Yo prefiero ser un buen hombre».
Entendiendo la importancia de que todo ser humano debería tener el deseo de cultivarse en lo bueno y en lo recto, Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) dijo, «todos los días deberíamos oír un poco de música, leer una buena poesía, contemplar un cuadro hermoso y si es posible, decir algunas palabras sensatas». Ese era también el sentir de Pablo de Tarso cuando escribió, «consideren bien todo lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo digno de admiración, en fin, todo lo que sea excelente o merezca elogio.» – Fil. 4:8, NBD.
Sin duda el principal lugar para inculcar esa clase de valores y virtudes es el mismo hogar donde se vive. Es ahí donde la labor de los padres se convierte en algo absolutamente fundamental. Pero también son los centros de enseñanza los que pueden contribuir eficazmente a que dentro de una formación integral de la persona, se incluya también la inculcación de valores o virtudes que fortalezcan su dimensión ética y dialógica. De lo contrario, el niño, el joven, o incluso personas adultas, pueden verse inmersos en entornos donde se adoctrine en ideas contrarias a la virtud o al respeto y dignidad del ser humano.
Los estados deberían invertir más recursos para formar no sólo en estudios prácticos, para ganarse la vida, sino también en humanidades y en los bienes del espíritu. Valores y virtudes como los mencionados anteriormente deberían inculcarse en el corazón humano, y es seguro que daría el mejor fruto. Insistir, persistir, hacer pedagogía, laborar con energía y convicción. Sería un esfuerzo ingente, es verdad, pero como se sabe, en la vida nada que merezca realmente la pena se logra sin esfuerzo.
En la consecución de ese noble objetivo, el cine se convierte a veces en un excelente aliado. Temas como la justicia, la solidaridad, el valor, la tolerancia, el respeto por otros, etc, pueden encontrarse en diversos filmes que los inspiran y potencian. Un ejemplo de ello, quizá podría ser el filme Arde Mississippi (1988), de Alan Parker, basado en una historia real que tuvo lugar en 1964, durante el llamado «Verano de la libertad» en Mississippi, Estados Unidos. Fue allí que dos hombres blancos y uno negro defensores de los derechos civiles de la población negra desaparecen misteriosamente. Y es que las voces de los líderes negros comenzaban a sobresalir en Estados Unidos pidiendo justicia e igualdad de derechos, pero la organización racista Ku Klux Klan intentaba por todos los medios evitarlo. El caso trascendió y sacudió profundamente a toda la nación. Parece como si pocos se hubieran dado cuenta de lo que puede ser un entorno construido sobre odio enfermizo y discriminación racial, de cómo por el constante adoctrinamiento asumieron como normal lo que no lo era en absoluto. Se incluye una secuencia del film donde puede apreciarse cómo un alcalde de una población sureña de los Estados Unidos, colaborador él mismo del Ku Klux Klan, recibe una lección magistral anti racista de un miembro del FBI, afroamericano por cierto. Una historia que, aunque localizada en el rancio sur de los Estados Unidos, su lección ética es sin duda extrapolable a muchos otros entornos.
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