Según el dicho popular, si a partir de los cuarenta, al despertarte, no te duele alguna parte del cuerpo, pellízcate, no vaya a ser que te encuentres del otro lado del telón. No cabe duda de que este aforismo popular está ligado a generaciones pasadas, aquellas que consideraban la cuarentena un periodo provecto de la vida. Según las novelas escritas hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, las cuatro decenas daban inicio al declive: la bella mujer comenzaba a ajarse y el tipo atlético se transmutaba en un señor de bigote y traje gris.
¿Quién duda de que las cosas han cambiado? Al menos en Occidente -donde la esperanza de vida se eleva y eleva a cifras nunca pensadas- los cuarenta años son una segunda adolescencia, en lo físico y en lo psíquico. No en vano, el terror al paso del tiempo es una de las señas de identidad de esta sociedad posmoderna.
Quisiéramos ser púberes in saecula saeculorum, y para ello representamos el teatrillo de la flor de la vida: la industria cosmética ya no se beneficia únicamente del reclamo de las mujeres para vender sus cremas anti edad, también los hombres invierten en el lineal destinado a productos de belleza, aunque temerosos de verse sorprendidos por algún amigo o compañero de oficina con la caja del exfoliante en una mano y el tarro de la hidratante para piel madura en la otra.
Pero una cosa es el maniquí y otra la maquinaria. Los cuerpos disfrazados de unos perennes treinta años siguen sujetos a los engranajes y correas de siempre, ruedas y bielas que sufren el desgaste propio del uso. Por más que uno viaje a Turquía para sembrarse cabello sobre la cocorota pelada, por más que sujetemos la carne caída con hilos de oro, por más que sustituyamos los dientes mellados por carillas de un blanco cegador, por más que nos hagamos víctimas voluntarias de liposucciones y hasta de oxigenaciones de la sangre, el reloj biológico sigue su tictac imparable, clavándonos el segundero en esos trallazos que nos sacuden desde las cervicales, lumbares y sacras pinzadas, en la artrosis que nos agarrota los miembros, en la tendencia a los ardores de estómago, a dormir poco y mal, al desgaste en las articulaciones y hasta la aparición de los deformantes juanetes.
La mala salud a la que nos aboca la suma de los cumpleaños es una prueba de humildad. No existe un abono al gimnasio que haga el milagro de que un cuarentón sea capaz de doblarse sobre sí mismo para llegar con los dedos de las manos a los de los pies, manteniendo las piernas como lanzas. Yo, desde luego, no puedo.
La flexibilidad fue un superpoder que arrumbé en la época del Génesis, consecuencia de este oficio de juntaletras que me obliga a pasar las horas sentado. Pero si todo se quedara en la ausencia de elasticidad me daría con un canto en los dientes, pues ya han pasado muchas calendas desde que solté el primer “¡ay!” y me llevé las manos a los riñones, a la zona trasera del cuello, a las rodillas y al corvejón.
La culpa es mía, y solo mía, por empeñarme en subir una maleta de familia numerosa al coche, por tomar a nuestra hija pequeña en brazos, por trabajar en una mala postura y, como sucedió hace una semana, por pintar con brocha gorda un cuarto de baño. En un ataque ilusorio de fe en mis posibilidades físicas, realicé una suma de equilibrios sirviéndome del borde de la bañera, del alféizar de la ventana, de la base del lavabo y de la tapa del retrete, a la vez que con los pies buscaba apoyos y con las manos sostenía la brocha y el cubo, con una tensión vigilante para que no gotearan. Llegar a determinados lugares (se trata del aseo de una casa de campo, con vigas de madera como sujeción del techo) me obligó a ponerme de puntillas sobre la base de una escalera y alabear el cuerpo como el contorsionista que nunca he sido… Parecía que estaba echando una partida de “Enredos” (el juego del tapete de redondeles de colores y posturas imposibles) contra mí mismo y, claro, vino el “clac”, y de seguido el “ay” y el “uy”, que subieron de intensidad pasadas unas horas hasta convertirse en un dolor continuo a partir del día siguiente.
Podría mentir y decir que acabo de entrar en la cuarentena, cuando en realidad estoy en la línea de salida de esta comprometedora década. Podría mentir y decir que no padezco los achaques propios de la edad, que estoy como una flor, que parezco mucho más joven de lo que indica mi DNI y, además, sin ayuda de injertos, cremas ni tintes. Pero no, hace ya un tiempo que soy paciente ocasional del fisioterapeuta, el mejor aliado de los jóvenes que ya no lo son tanto.
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