Caminaba por aquella ciudad como una turista más, a la caza de esos sitios que aparecen en el buscador de internet cuando buscas ′lugares secretos de…′ o las sugerencias más apetitosas que ofrecen las redes sociales: heladerías, librerías con historia, monumentos, miradores y tantas cosas más.
En ocasiones, algún recuerdo acudía veloz a su mente y le obligaba a detenerse, presionar el play en su cabeza para empezar a contemplar una escena de sus primeros diez años de vida.
Una tarde llegó a un centro comercial, al que accedió por una entrada trasera hechizada con las luces blancas y azules que iluminaban su fachada. Eran principios de diciembre y la Navidad parpadeaba en cada esquina.
Le sorprendió no encontrarse con las tiendas universales de franquicia sino con otras que, dedujo, serían propias de aquel país o del continente. De manera que se atrevió a descubrirlas una a una. En los escaparates se encontró ropa, suvenires, bisutería, adornos y libros. Fue en la librería donde decidió entrar, ya que le gustaba detener el tiempo ojeando portadas, contraportadas, prólogos e incluso algún final.
Buscó la sección de poesía. Deseaba conocer los pensamientos, en forma de versos, de quienes habitaban a aquel lado del océano Atlántico. A pesar de que el recinto no era demasiado grande, no daba con ella. De manera que se acercó a una dependienta y le preguntó. Ella le respondió indicándole que se la encontraría subiendo las escaleras e hizo una seña a su compañero Santiago, para que le guiara.
Él le preguntó sobre el tipo de poesía que buscaba. Subido a una escalera de mano, recorría las estanterías con una escalera desde la que le daba diferentes libros a Natalia, asombrada por el interés y buena voluntad de aquel desconocido. Cuando bajó los escalones, comenzó a hablarle sobre los autores de aquellos ejemplares. Le descubrió cuáles eran sus preferidos así como algún poemario que tenía pendiente. Natalia le habló de sus preferencias y de una editorial española que le maravillaba.
Después de tres cuartos de hora, la jefa de Santiago gritó su nombre.
-Te dejo que decidas cuál llevarte –el empleado le susurró con prisa a la chica–. ¿Cuándo vuelves a tu país?
–Dentro de una semana –respondió algo resignada.
-Ojalá volvamos a vernos –deseó en voz alta.
Con esas últimas palabras y un saludo con la mano, Santiago salió en busca de su jefa. Natalia permaneció unos segundos con una sonrisa suspensa. Después extendió los poemarios en el suelo para contemplarlos nuevamente y elegir uno.
<<Decir lo que sientes
no es más que leer en voz alta
lo que el corazón escribe>>.
Aquellos versos que eclipsaron a Natalia. <<Y yo a ti>> de Sara Búho sería el libro que iba a comprar.
La tarde siguiente Natalia volvió a la librería, con la intención de reencontrarse con Santiago y tener otra conversación, pero no lo encontró. Se fue decepcionada, pensando que quizás tenían turnos que rotaban; le podría ver por la mañana.
Lo intentó nuevamente al otro día. Esperó un rato ojeando narrativa extranjera, sorprendiéndose de lo bien que entendía inglés.
Así fue alternando, mañana y tarde, distintos géneros, categorías e idiomas. Sin embargo no volvió a encontrarse con los ojos oscuros de Santiago, que tan profundo le habían mirado.
El día de antes de marcharse decidió intentarlo una última vez, pero ocurrió lo mismo. Como quería saciar su curiosidad, preguntó por él a una dependienta. Ella le miró sorprendida y le explicó que Santiago no trabajaba en la tienda.
–Es mi hermano. Como buen amante de los libros, de vez en cuando se pasa por aquí y recomienda a los clientes que se sienten perdidos.
Natalia no se esperaba aquella respuesta.
Antes de irse a casa, se sentó en una terraza a tomarse un capuccino. Sacó un libro y, absorta en la historia que narraba, tardó en reparar en un marcapáginas que estaba sobre la mesa. No sabía cómo había llegado allí.
–¿Está libre esta silla? -le preguntó alguien.
–¡Claro! -respondió algo distraída.
Sintió el chirrido de las patas metálicas sobre la acera y elevó la mirada, para encontrarse con unos ojos oscuros remarcados entre pequeñas arrugas, esas que sólo aparecen en momentos de alegría.
Santiago y Natalia pasaron la tarde en aquella terraza, hablando de libros, observando a la gente, cerrando los ojos y escuchando los sonidos de Buenos Aires, ciudad de la que Natalia esta vez se despedía de una manera diferente: compartiendo emociones y deseando volver.
Por Rosario Fuster
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