La mañana era fresca y agradable, un aparente adormecimiento propiciado por una sutil calima, envolvía como un velo el ambiente en que se movían las escasas personas que comenzaban a dar vida a la perezosa ciudad que se resistía a despertarse. Las ciudades de tipo medio del sur mediterráneo, en esta época del año, acompasan su ritmo al de los turistas que las invaden y cuya actividad es en gran medida noctámbula. En consecuencia, tardan en desperezarse y los ruidos callejeros se mantienen reducidos como consecuencia del menor tráfico de automóviles. Solo se percibe el ligero rumor de un reducido tráfico interrumpido de manera impía por los golpes metálicos de los bidones de cerveza y cajas de refrescos que aportan la provisión diaria que sacia la sed de los bienvenidos visitantes.
Me gusta pasear ocioso a estas horas por la ciudad, me permite sumergirme en este morboso ambiente y disfruto contemplando a las personas con las que me cruzo imaginando la ocupación y tareas que les obliga a esta actividad. Veo la joven que anda veloz a coger el autobús y que me hace suponer que tiene que presentarse en su trabajo a una hora que se le escapa. Una dependienta? Una empleada de hogar?. No me ofrecen duda respecto a esta ocupación diversas mujeres de diferente edad, tocadas con el pañuelo que les cubre el pelo, por lo que se supone su naturaleza islámica y que proliferan a esas horas.
Es muy frecuente que en este paseo nos crucemos con personas generalmente mayores, que pasean un perrito y me pregunto quién pasea a quién, pues observo que atienden dócilmente a los impulsos con que el animal les hace bien cambiar de dirección, bien detenerse a olisquear, o con bastante frecuencia, a hacer sus necesidades, mayoritariamente urinarias. Observo que casi todas ellas van preparadas con una bolsita de plástico enrollada en previsión de que al animalito le venga el apretón y tenga que recoger sumisamente sus excrementos. Observo que, cuando ello sucede, la persona realiza este humilde servicio de forma diligente, sin ninguna recriminación al animal y a la vista del público, al que en ocasiones dirigen una mirada que denota cierto pudor. Es patente que la sociedad ha aceptado estos deberes para con los animales de compañía o mascotas, como algo no solo razonable sino digno de emulación por su civismo y, tal vez, como un progreso.
En otro momento de mi tranquilo paseo soy apartado súbitamente por lo que supone una estampida que compone una jauría de perros que forman en dos grupos atados en número no menor de diez en cada uno, dirigidos por sendos perreros (¿) de llamativo atuendo y adusto gesto que difería mucho de la afable resignación con la que la ancianita paseaba a su perrita. Recordaba a unos tiros de trineos que iban desprovistos del correspondiente vehículo urgidos por una inaplazable urgencia. No cabía duda de que estos audaces servidores eran unos profesionales. Estos pasaron a gran velocidad y manejaban la numerosa jauría con tanto ímpetu que me hicieron imaginar, salvando las distancias, lo que habrían sido las correrías de Genghis Khan. La perplejidad que me produjo esta aparición, me impidió contemplar si estaban preparados para atender con puntualidad las necesidades evacuatorias en cada circunstancia en que cada perro tuviera por conveniente. Me surgió el interés por presenciar la manera en la que resolvían cada situación, por lo inesperado de cada acontecimiento sujeto a la veleidad de cada animal, por lo que indudablemente habrían de tener prevista una logística. Esto y la indispensable destreza para el manejo de grupos caninos de razas diversas serían condiciones acreditadas por estos profesionales ya que se trataba de un servicio que se presta en plan estándar.
El panorama perruno que había contemplado me estimuló algunas reflexiones sobre lo que, en mi opinión, puede calificarse como desvarío en muchos casos del trato con estos animales y, por extensión, a todas las mascotas.
Es comprensible que, en una sociedad en la que abundan los solitarios, haya personas que busquen en un animal con la fidelidad del perro la compañía que necesitan. Entre otras razones podemos incluir la necesidad de dar, pues muchas personas de condición generosa sienten satisfacción en dar algo a los demás y, cuando esos les faltan por el motivo que sea, buscan un sustituto. Estos comportamientos son comprensibles y aceptables entendiendo que el límite debe de establecerse cuando se olvide su condición animal, pues lo que es comprensible en cierto grado, resulta inaceptable en otro. Un animal/mascota no puede proporcionar lo que se busca de complemento en otra persona.
Sabemos que se adquieren perros por simple capricho o esnobismo, como regalo o presunción, llegando a extravagancias al adquirir ejemplares de razas exóticas que exigen desembolsos importantes y que requieren una aclimatación y atenciones exigentes. En tales casos, el caprichoso individuo se convierte en un inquilino incómodo que compite en atenciones con otros miembros de la vivienda como niños o ancianos. Cuando esas atenciones no se les puede proporcionar debido principalmente a viajes u otros motivos, tienen que recurrir a su alojamiento en residencias especiales, hoteles caninos. Frente a estas circunstancias, existe un gran número de personas que reaccionan abandonando a estos animales por no poder correr con los gastos que les acarrearía en caso de dejarlos alojados en una de estas residencias.
El comportamiento irresponsable e incívico, en general, de estos “amantes de los animales” hace que los municipios incrementen las inversiones en perreras, aumenten el gasto de limpieza y el resto de ciudadanos tengan que soportar estas incomodidades. Como prueba del importante abandono de animales en ciertas épocas del año, es la frecuencia con la que se oye en la radio llamadas que hacen ciertas asociaciones de protección de los animales animando a adoptar perros y al Ayuntamiento para que aumente la construcción de perreras.
Por otra parte, es manifiesto el auge del negocio de todo lo relativo con este animalario que se concentra en las ciudades modernas: alimentos, complementos y demás, tiene un enorme éxito en los países desarrollados existiendo abundantes catálogos en los que se ofrecen desde alimentos y medicinas hasta vestimenta y juegos variados. No se nos olvida la existencia de clínicas, hoteles, peluquerías, refugios y otros servicios difíciles de imaginar.
Se me ocurre pensar si en una sociedad como la nuestra, en la que persisten tantas diferencias, tiene sentido que demos entrada al consumo sofisticado de una población de animales caprichosos en detrimento de otro más numeroso de personas que carecen frecuentemente de los medios de subsistencia acordes con su dignidad.
Cuando estas ideas asaltaron mi mente, una sensación de amargura invadió mi ánimo y perturbó mi plácido paseo, al encontrarme inmerso en una sociedad que me pareció enferma, o con claros signos de demencia.